El amanecer no trajo claridad, sino densidad. El cielo aún era gris, pero el aire cargaba un sabor metálico, como antes de una tormenta que no es de lluvia, sino de memoria. Los pájaros cantaban en una escala menor, como si supieran que aquel día no sería testigo de lo cotidiano. Elia se había mantenido despierta toda la noche, sentada en el montículo sagrado, con el cuenco seco en el regazo y los dedos manchados de ceniza. El fuego había hablado. Pero su mensaje no era conclusión. Era invocación.
Riven llegó sin anunciarse. Se sentó a su lado sin decir palabra, y ambos contemplaron el claro en silencio. El eco de la noche anterior flotaba todavía entre los árboles, pero no como un recuerdo. Como una espera.
—Ha comenzado —murmuró Riven.
—Y no terminará con nosotros —respondió Elia.
Cuando se pusieron de pie, notaron algo inusual: los ancianos del Consejo los esperaban no en el centro, sino al borde del bosque. No había círculo de deliberación, ni altar, ni palabras rituales. El hecho