Elia no abrió los ojos: brotó. Como si en lugar de pestañas tuviera corteza suave y en lugar de huesos, filamentos tiernos aún por expandirse. La mañana se abrió sin prisa, como si supiera que no había apuro. La luz entraba en haces suaves por entre las ramas, y cada partícula de polvo flotaba como una nota suspendida. Elia despertó con la sensación de haber regresado de un lugar más profundo que el sueño. En su pecho, una calma vibrante. No era vacío, sino presencia.
Antes de moverse, permaneció tendida unos instantes, escuchando. No al bosque, ni a los pájaros, sino a su propio interior. Y allí, en ese silencio, sintió algo que no venía de la mente ni del cuerpo: una canción callada, una vibración que se expandía desde su ombligo hasta las yemas de los dedos.
Se incorporó con lentitud. Sus pies tocaron la tierra como si pisaran una promesa. Al mirar su muñeca, notó que el hilo había cambiado otra vez. Ahora tenía un tono marrón terroso con vetas rojizas, como corteza viva atravesada