Esa noche, Elia no soñó: caminó. La diferencia era sutil, pero definitiva. Ya no flotaba como espectadora pasiva, ni se perdía en paisajes simbólicos. Ahora, cada paso en el sueño pesaba. Tenía cuerpo, tenía olor, tenía temperatura. Era como si el mundo onírico se hubiera vuelto un territorio físico, real, aunque habitado por leyes distintas. No era un recuerdo: era un camino.
Elia sentía el peso de su cuerpo con cada paso: la humedad del musgo entre los dedos, el aliento tibio en la garganta, la gravedad de su espalda. El sueño ya no flotaba: pisaba. Y cada pisada tenía eco.
Estaba desnuda, aunque el frío no le hacía temblar. Sus pies se hundían en un suelo de musgo tibio, donde cada pisada emitía un leve resplandor verde. A su alrededor, un bosque que no era el suyo, pero que la conocía. No había luna en el cielo, pero el aire tenía una luminosidad constante, como si todo el entorno estuviera bañado en luz de savia.
Avanzaba en silencio, pero sabía que no estaba sola. A su izquierda