La mañana no trajo ruido, sino una textura distinta en el silencio. Como si el mundo hubiese sido cubierto por una capa de eco tenue, donde cada cosa aún recordaba su forma de vibrar. Elia se levantó con la sensación de haber dormido dentro de una palabra sin pronunciar. El fuego en el hogar se había apagado por completo, pero el calor permanecía. Lena ya no estaba dentro, pero su presencia quedaba flotando en la madera tibia, en el aroma persistente a salvia.
Elia caminó descalza hasta la puerta. El suelo estaba fresco, no por el frío, sino por la humedad que deja lo que ha florecido durante la noche. Frente a la cabaña, sobre una mesa de piedra, encontró un objeto envuelto en tela oscura. Antes de tomarlo, posó ambas manos sobre la tela, cerró los ojos y susurró algo inaudible. No era una oración. Era una forma de pedir permiso. Al abrirlo, descubrió un cuenco de barro con un puñado de tierra oscura, un hilo trenzado en espiral y una pequeña piedra clara. No había nota, pero tampoco