Elia despertó antes que la luz. Durante unos segundos, no supo dónde estaba. El techo de ramas trenzadas parecía distinto en la penumbra, y el aire tenía un aroma nuevo, más húmedo, más terroso. Como si la noche hubiera traído consigo algo que no se había atrevido a anunciar aún. Al incorporarse, notó que sus manos estaban manchadas de tierra, aunque no recordaba haberlas hundido. Las manchas no estaban secas. Conservaban una humedad tibia, como si hubieran brotado de su piel durante el sueño. Un rastro de savia seca surcaba su antebrazo como un tatuaje efímero.
Por un instante, pensó que aún estaba dentro de la cueva. O dentro de un cuerpo que no era del todo suyo. La transición entre sueño y vigilia era tan leve que el mundo parecía respirarle desde dentro. Caminó hasta el umbral de la cabaña. Afuera, la niebla era espesa, casi inmóvil. No se movía como niebla común, sino que parecía suspendida, como si aguardara algo. Elia respiró hondo. El aire sabía a musgo recién nacido y a hoja