Antes de abrir los ojos, Elia recordó un instante de su sueño: una raíz luminosa descendía en espiral, atravesando capas de tierra hasta tocar una piedra que cantaba. No supo si lo había soñado, o si era la memoria de otra. Pero la sensación persistía en su cuerpo como un eco subterráneo.
Despertó antes del alba, envuelta en un silencio espeso que parecía proteger ese sueño. Durante un momento, no supo si ya había despertado o si seguía en el umbral de otra visión. Su respiración era lenta, acompasada con el crujido leve de la madera bajo ella. Desde el rincón donde Lena había dejado hojas secas y ramas aromáticas, un leve aroma a mirto y tierra húmeda llenaba el aire, como si el día estuviera siendo sembrado desde dentro.
Se incorporó, sintiendo el peso dulce del sueño en sus hombros, y al hacerlo, notó que el hilo rojo en su muñeca había cambiado otra vez. Una veta dorada lo cruzaba ahora, como si el canto que había soñado la noche anterior hubiera dejado su trazo en la fibra misma.