La noche descendía sin prisa, como si quisiera testificar lo que estaba por ocurrir. Las nubes se abrían paso dejando que la luna menguante, pálida y firme, derramara su luz como un velo de plata sobre el claro. Elia sintió el aire distinto: denso, lleno de presagios, pero también de algo más antiguo que el miedo. Algo que la llamaba desde dentro de la piel.
Habían caminado juntos hasta el límite del bosque, más allá del fresno. Riven guiaba sin hablar, pero cada paso que daba era como una afirmación silenciosa de confianza. Aquel claro no era como los otros. No tenía rastros de rituales ni marcas en la tierra. Era virgen. Como si el tiempo no lo hubiese tocado. Como si esperara desde siempre por este instante.
El olor del lugar era terroso, pero con un fondo dulce, como resina caliente bajo la corteza. Había un silencio demasiado perfecto, casi antinatural. Las hojas no crujían, los insectos no cantaban. El suelo, cubierto por musgo color ceniza, se sentía húmedo y esponjoso bajo los