El sueño comenzó con un crujido.
No un sonido, sino una grieta en la textura misma del silencio. Elia abrió los ojos dentro del sueño, pero no estaba dormida. Estaba en el claro. Pero no como era ahora. El claro estaba cubierto de niebla violeta, espesa como humo detenido. Olía a algo dulce y mineral, como savia cocida al sol. La luna no brillaba desde el cielo: latía desde la tierra, como si algo enterrado palpitara con cada respiración. El suelo bajo sus pies era esponjoso y húmedo, como una piel vegetal que temblaba con cada paso. En el aire flotaban murmullos lejanos, respiraciones antiguas y cantos de voces que no eran humanas ni completamente ajenas.
Elia dio un paso y la niebla se partió en hilos. A cada lado, figuras pasaban caminando sin mirarla, como recuerdos que no sabían serlo. Algunas llevaban marcas iguales a la suya. Otras, ojos que brillaban en rojo o en oro. Una mujer encorvada tenía el mismo gesto que ella usaba al escribir. Un joven con la mirada baja parecía ser a