La mañana no trajo luz, sino una pausa. Un silencio distinto. No era la quietud del sueño ni el murmullo del viento entre las hojas, sino algo que parecía esperar bajo la tierra, justo donde nacen los signos. El suelo estaba frío, pero no hostil. Cada paso descalzo abría una memoria. No sabía si era suya o del bosque, pero le pertenecía.
Elia avanzaba sin palabras. El aire tenía esa densidad suave de los amaneceres donde todo parece contener el aliento. A su alrededor, el bosque no crujía. Respiraba. Las gotas suspendidas en las telarañas, la humedad que empapaba los musgos, los aromas densos a madera y corteza mojada: todo la envolvía como un lenguaje que aún no sabía traducir, pero sí comprender.
Antes de llegar al fresno, algo captó su atención. A medio enterrar en la tierra húmeda, una piedra tallada sobresalía, apenas visible. La sacó con cuidado. No era grande, pero tenía un símbolo en espiral incompleto. Al tocarla, la runa en su piel ardió levemente, como si se activara una re