La tarde caía con lentitud, como si el sol también temiera apartarse demasiado de lo que estaba por revelarse. Elia caminaba por el límite entre el bosque y la vieja cañada, donde las piedras negras retenían el calor de días anteriores. Cada paso hacía crujir hojas secas, pero no rompía el silencio que se había instalado a su alrededor, un silencio espeso, expectante.
Antes de que partieran, Lena se acercó a Elia. No le entregó palabras, sino un objeto: una pequeña bolsita de lino que olía a laurel y piedra mojada.
—Para que recuerdes con los huesos —dijo—. No solo con la memoria.
Riven iba unos pasos por detrás, cargando un cuenco de barro envuelto en tela. No había dicho una palabra desde que salieron de la cabaña, pero su presencia era como una cuerda tensa que vibraba entre ambos. La cercanía de Riven no era compañía. Era testigo. Como si sus pasos detrás de ella fueran una segunda sombra que no pesaba, pero sí observaba. En otro tiempo, eso habría bastado para inquietarla. Ahora,