El bosque al amanecer no despertaba con estruendo, sino con un murmullo contenido, como si respirara junto a Elia. El rocío no se evaporaba aún, suspendido sobre hojas como si el tiempo también contuviera el aliento. Cada paso suyo parecía aligerar el mundo, y sin embargo, los sonidos —el crujido sutil de ramas, el lejano goteo de humedad cayendo de un helecho— resonaban con más presencia que nunca. Un aroma a tierra mojada y savia vieja lo envolvía todo. La luz aún no rompía la penumbra, pero sus dedos suaves pintaban ya los bordes del día en tonos azul profundo, verdes oscuros, marrones que sabían a raíz.
Elia caminaba sin prisa, su respiración acompasada con la cadencia del suelo, como si cada inhalación extrajera palabras antiguas y cada exhalación las sembrara de nuevo. Su pecho se movía en sintonía con el canto sordo del bosque, y por un momento, no supo si era ella quien avanzaba o si el bosque la llevaba.
Frente al fresno solitario, se detuvo. El árbol era más alto de lo que r