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Ariana

La casa huele a madera recién cortada y polvo viejo. El atardecer entra por las ventanas abiertas, dorando las paredes medio desnudas que Killian y yo hemos tratado de devolver a la vida. Pero hoy, ese calor que suele reconfortarme no logra calar en mi piel. Está todo demasiado quieto. Como si el universo aguantara la respiración.

Él no ha dicho una palabra desde que el coche se detuvo. Y cuando abrió la puerta… vi cómo la sombra lo devoraba. Vi al Killian que intentó enterrar —el hombre que amaba con la misma intensidad que me asustaba. Su mandíbula apretada, sus ojos sin pestañear, su espalda recta como si esperara una bala. Yo solo escuchaba el tic-tac del reloj de la cocina, marcando cada segundo de mi ansiedad.

El visitante entró sin pedir permiso. Como si la casa fuera suya. Como si Killian todavía le perteneciera. Un hombre elegante, de traje perfectamente entallado y una sonrisa tan peligrosa como un cuchillo recién afilado.

—Qué lugar tan... pintoresco —dijo, paseando
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