Ariana
Lo primero que sentí al abrir la puerta fue su aroma. Ese inconfundible olor a madera quemada, cuero, y una pizca de pecado. Killian. No había pasado ni un segundo y ya mi cuerpo lo reconocía. Era como si mis células se encendieran al compás de su presencia, como si todo mi ser supiera que había vuelto a casa.
La diferencia esta vez era que no había odio en mí. Ni rabia. Ni siquiera miedo. Solo una calma extraña, como la brisa después de una tormenta arrasadora. Había vuelto. No porque me necesitara. No porque él me lo pidiera. Volví porque lo elegí. Con todo lo que eso significaba.
Y él lo sabía.
—Hola —dije apenas, apenas un susurro que se coló entre los muros de su guarida.
Él levantó la vista del suelo. Tenía la mandíbula tensa, los ojos rojos, y ese brillo apagado que me rompía el alma.
—¿Estás aquí? —murmuró, como si no se atreviera a creerlo.
—Sí —tragué saliva—. Estoy aquí.
Un paso. Otro. La distancia entre nosotros se redujo hasta que estuve lo suficientemente cerca co