Killian
El silencio es más cruel que cualquier grito.
Lo descubrí la primera noche sin ella, cuando la ausencia de su voz convirtió mi apartamento en un mausoleo. Cada rincón olía a ella. Cada sombra tenía su forma. Incluso el café amargo de la mañana sabía como sus reproches suaves cuando quemaba el desayuno. Pero ya no estaba.
Y lo peor era que no la culpaba.
Todo esto—la sangre, los secretos, las decisiones que tomé sin consultarla—era una bomba de tiempo que finalmente explotó. Y el daño colateral fue Ariana.
—No la pierdas, imbécil —me repetía en bucle, como un mantra inútil.
Pero el eco era lo único que respondía.
Me había convertido en un fantasma con piel. Vagaba de una habitación a otra, tocando los objetos como si así pudiera invocarla. No podía llamarla. No todavía. Tenía que dejarla respirar, aunque cada minuto que pasaba sin ella era como arrancarme la piel con las uñas.
—Estás hecho mierda, Killian —dijo Mason, entrando en mi oficina sin llamar.
Ni siquiera fingí dignida