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Ariana

Desperté con la sensación de estar justo donde debía. No era algo que me pasara seguido. Siempre había tenido esa inquietud bajo la piel, ese zumbido sordo que te recuerda que la felicidad tiene fecha de caducidad. Pero esta vez… no. Esta vez sentía la paz como una sábana tibia sobre mi cuerpo desnudo, arropada no solo por las sábanas de lino francés, sino por el peso —cómodo y cálido— del brazo de Killian enredado en mi cintura.

Sus dedos dormidos se movieron apenas, como si incluso dormido supiera que no quería que me alejara.

Lo miré, tan cerca que podía ver las pestañas enredadas y una sombra de barba empezando a dibujarse en su mandíbula. Parecía más joven cuando dormía. Menos atormentado. Como si el hombre que había enfrentado su pasado con la fiereza de un guerrero pudiera, por fin, descansar.

Y, egoístamente, me gustaba pensar que yo tenía algo que ver con eso.

Me giré un poco, solo para mirarlo mejor. Dios… qué injusto era. Tenía ese tipo de belleza oscura que hace que
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