El último resplandor del viernes se colaba por la ventana de la oficina de pediatría, bañando de tonos anaranjados los expedientes desordenados sobre el escritorio. Valeria, agotada pero con esa luz interior que siempre la guiaba, alzó la vista al sentir una presencia familiar en el umbral. Marco estaba ahí, apoyado en el marco de la puerta, observándola con una intensidad que transitaba la fatiga del día y algo más profundo, algo vulnerable.
—¿Planes para esta noche? —preguntó, su voz un poco más ronca de lo habitual.
Ella sonrió, cansada pero genuinamente conmovida por su iniciativa. —¿El gran Dr. Quiroga propone planes un viernes? Debe estar llegando el apocalipsis.
—Cenar. En tu casa. Yo cocino. Sin interrupciones, sin protocolos —propuso, y la sencillez de la oferta, cargada de una intención que iba más allá de la comida, la desarmó por completo.
—Trato hecho —aceptó—. Pero cocinas tú. Yo solo superviso y critico.
La cena en su apartamento fue un frágil y valioso ritual de normal