El lunes a primera hora, la Clínica Mendoza respiraba con el ritmo acelerado y familiar de la semana que comenzaba.
Para Valeria, cada paso hacia su quirófano era un suplicio. Un peso insoportable, una niebla espesa en su cabeza y un malestar general que traspasaba el mero cansancio la acompañaban desde que se había despertado. Sin embargo, era el día de una cirugía crucial para su tesis y nada la detendría. Bajo la atenta y fría mirada del Dr. Montes, inició el procedimiento. Cada movimiento requería un esfuerzo sobrehumano; el instrumental parecía pesar el doble y la luz del campo quirúrgico le provocaba náuseas. Cuando un mareo abrumador la obligó a agarrarse de la mesa para no desplomarse, la voz gélida de Montes cortó el aire estéril. «Mendoza, ¿planea desmayarse sobre el paciente? Si no aguanta el ritmo, el lugar de una cirujana no es éste.» La humillación pública, ante su propio equipo, le inyectó la furia necesaria para terminar. Al finalizar, exhausta y pálida, él se acercó.