El silencio que se colaba por las ventanas del ático era espeso, como una niebla invisible que envolvía todo. Solo se oía el tic tac del reloj y mi respiración, que intentaba mantenerse regular, pero fallaba miserablemente cada vez que mis ojos se posaban en él.
Enrico estaba de pie frente a la ventana, de espaldas a mí, las manos en los bolsillos y la tensión dibujada en cada línea de su cuerpo. La ciudad brillaba allá abajo, ajena a la tormenta que se gestaba en este apartamento que, hasta hace poco, había sido nuestro refugio.
Ahora parecía un campo de batalla.
—¿Vas a quedarte ahí sin decir nada? —pregunté, con la voz más firme de lo que realmente me sentía.