La sala de juntas del hospital olía a café recién hecho y a papel. Habían apagado las luces del techo y dejado solo una lámpara de mesa encendida, como si la penumbra ayudara a pensar. Sobre la mesa, un portátil abierto, varios borradores impresos con tachones, y un micrófono portátil que Amhed había conseguido del equipo de comunicaciones del auditorio. Leo revisaba, una vez más, un guion de tres páginas. Julian caminaba de un extremo a otro con las manos en los bolsillos, cada vuelta un intento por expulsar el veneno de los titulares que ardían en su teléfono.
—Respira —dijo Leo sin levantar la vista—. Si sales con esa mandíbula, los buitres van a oler sangre.
—No me preocupa oler a nada —gruñó Julian—. Me preocupa Kira. Me preocupa nuestro hijo. Me preocupa que ese maldito use a los medios como cuchillos.
Amhed, sentado con la espalda muy recta, lo observó con calma. Tenía las mangas de la camisa arremangadas y la corbata ligeramente floja: el look de un cirujano que, aun fuera de