Julian Blackthorne lo tenía todo: apellido, fortuna, un prometido hijo en camino y la promesa de una vida sin carencias. Pero en menos de 72 horas lo pierde todo. Su novia embarazada... no de él. Su familia lo traiciona. Su galería de arte —su único sueño real—, destruida. Y con una pistola cargada sobre el escritorio, Julian planea terminar con su historia. Hasta que ella irrumpe en su oficina gritando improperios, empapada por la lluvia y furiosa con el mundo. Kira Kovalenko ha sobrevivido al infierno. Huyó de Ucrania con su hermano pequeño en brazos, sin inglés, sin dinero y sin tiempo para llorar. Entre dos trabajos, un novio tóxico y un sistema que no perdona, ha dejado de soñar... excepto cuando pinta en silencio en su cuartito alquilado. No sabe que una de sus obras cuelga en la casa de un millonario roto. No sabe que está a punto de salvarle la vida. Una noche bajo la tormenta. Dos desconocidos sin máscaras. Risas que se escapan entre el dolor. Y un acuerdo improbable que podría salvarlos a ambos… o destruirlos aún más. ¿Puede el amor surgir entre la ruina y el engaño? ¿O solo es otra forma de caer más hondo?
Leer másEl mármol era frío, pero no tanto como la forma en que su hermano se reía al otro lado de la puerta.
Julian tenía siete años y esa risa le arañaba los huesos. No entendía del todo lo que pasaba en ese cuarto, pero lo que escuchaba —el vaivén de la cama, los gemidos, la voz aguda de la niñera repitiendo el nombre de Marcus como si fuera un canto— le provocaba un nudo que no sabía nombrar.Se acercó en puntas. No porque tuviera miedo, sino porque había aprendido que si hacía ruido, lo mandaban lejos. Nadie quería al niño callado con ojos demasiado grandes para su cara. Nadie se daba cuenta cuando entraba a un cuarto. Ni siquiera ahora.
La puerta estaba entreabierta.
Y él, como tantas veces, se asomó buscando pertenecer. Solo que esta vez… lo vio todo.A su hermano encima de la niñera.
A ella riendo, con la cabeza echada hacia atrás, con las piernas abiertas y el cuerpo enredado como si fuera parte de una película donde él nunca sería protagonista.No supo por qué se sintió tan sucio. Tan fuera de lugar.
Corrió. Corrió sin pensar. Corrió como si huyera de algo que le había entrado por los ojos y se le había instalado en el pecho.Llegó a la cocina, sin aliento, buscando agua o paz o cualquier cosa que lo hiciera olvidar lo que acababa de ver.
La olla en la estufa silbaba. El vapor era una nube gruesa que llenaba el aire con olor metálico y amenaza. No sabía cómo se apagaba. Solo sabía que no debía estar así. Que el fuego quemaba, que el vapor dolía. Que quizás, si lograba ayudar, alguien —al menos una vez— lo miraría con orgullo.Se estiró.
El mango estaba mojado. La olla se volcó.El agua hirviendo se deslizó por su torso como una mordida invisible y brutal.
No gritó de inmediato. El dolor fue tan rápido, tan abrumador, que su garganta tardó en entender que debía hacer algo. Cuando al fin lo hizo, el sonido que emergió de él no fue un grito. Fue un aullido roto. Una súplica para alguien que nunca llegó.La niñera apareció veinte minutos después.
Marcus, mucho más tarde. Su madre… nunca.Desde entonces, aprendió que doler era parte de existir.
Y que cuando el cuerpo se marca, el alma se esconde.No volvió a mirar su reflejo con ternura.
Y el calor, desde ese día, no volvió a ser hogar.En otro país, a miles de kilómetros, en un invierno que olía a pólvora y a miedo, Kira apretaba a Luka contra su pecho como si pudiera protegerlo del fin del mundo.La sirena había sonado demasiado tarde esa noche.
La explosión fue más cercana de lo normal. La casa temblaba. Los vidrios vibraban. Y su madre, una mujer fuerte que no solía mostrar miedo, gritaba desde la planta alta que bajaría en un segundo. Pero ese segundo nunca llegó.El pequeño Luka tenía cinco años y una fiebre que le hacía delirar. Murmuraba palabras en ruso y ucraniano, mezcladas con canciones de cuna que Kira apenas recordaba.
El refugio quedaba a tres cuadras, bajo una iglesia semiderruida.
Corrió con él en brazos, con el corazón reventándole el pecho, y la certeza ardiendo en las piernas: no volvería a casa. No quedaba nada.No lloró cuando cayó al suelo del refugio. No lloró cuando dijeron que su barrio ya no existía.
Lloró días después, en un hospital improvisado, cuando un médico le dijo que Luka tenía leucemia. Que era joven. Que quizás se podía tratar. Pero que no allí. No sin recursos. No sin papeles. No sin esperanza.Ese fue el día en que la infancia se terminó para Kira Kovalenko.
El día que entendió que si quería salvar a su hermano, tendría que huir. Mentir. Luchar. Y sobrevivir como pudiera.Partió a América con una mochila, una caja de medicamentos ilegales, y un cuaderno con dibujos que nadie había visto jamás.
No hablaba inglés. No conocía a nadie. Pero tenía un objetivo: darle a Luka una segunda oportunidad.Fregó pisos. Lavó baños. Aceptó trabajos donde nadie preguntaba su nombre.
Dormía en un colchón inflado que perdía aire cada semana. Pero nunca dejó de pintar.Pintaba en la madrugada, cuando Luka dormía y el mundo se callaba. Pintaba en cartón, en papel usado, en pedazos de madera.
Vendía sus cuadros por monedas. Y un día, uno de ellos —una explosión de rosa y gris que representaba un grito silenciado— terminó en manos de un hombre que no sabía que ya había sido salvado por ella sin conocerla.A veces, cuando estaba sola, Kira soñaba que alguien vería su arte y entendería todo lo que no había podido decir.
Y Julian, sin saberlo aún, colgó ese cuadro sobre su cama…
porque era lo único que le daba paz.Dos almas quebradas.
Dos caminos cruzándose en la sombra, justo antes del final. Y un mundo que, sin quererlo, estaba a punto de darles una última oportunidad… para ser vistos. Para ser escuchados. Y, tal vez… para ser amados.Julian, Leo y Zoey llegaron a la casa de Sol y Kira con el coche cargado como si fueran a instalarse un mes: cervezas frías, dos botellas de tequila baratas pero eficientes, refrescos de sabores brillantes y tres cajas de pizza con el queso aún burbujeante. Zoey pateó la puerta con la bota, cargando la mitad de las bolsas en una mano y su celular en la otra.Sol abrió con una ceja alzada, y una camiseta vieja con la frase: "No estoy de humor, pero tengo tequila". Al verlos, les dio paso con una sonrisa ladeada.—¿Dónde está Kira? —preguntó Julian apenas cruzó el umbral, como si el nombre se le hubiera escapado sin pasar por el filtro del orgullo.Zoey lo miró de reojo, divertida.—¿Apurado?Sol no respondió enseguida, solo cerró la puerta y señaló el reloj de pared.—Aún no llega. Aceptó un trabajo extra limpiando una casa. No sé cuánto más se tarde. Pero pasen, Luka ya está en casa.El chico apareció por el pasillo, descalzo, con una sudadera demasiado grande y expresión cautelosa. Se
Julian llegó a la oficina sabiendo que el día no traería tregua. En el ascensor, su reflejo le devolvió una mirada distinta: más firme, menos rota. Ya no tenía la intención de rogar ni de callar. Había pasado demasiado tiempo viviendo con la cabeza baja, creyendo que su lugar era el rincón. Hoy no. Hoy se iba a plantar.La tensión se mascaba en el aire apenas puso un pie en la sala de juntas. Marcus estaba ahí, por supuesto, sonriendo como si el mundo le debiera algo. A su lado, Vanessa, perfectamente maquillada, tomada de su brazo como si fuera trofeo y verdugo a la vez.—Así que aquí estás —dijo Marcus, con ese tono condescendiente que siempre usaba—. Te fuiste sin despedirte de casa... o de tu ex.Julian lo miró sin parpadear, directo, sin temblores.—No, es mi casa. Es mía. La compré yo. Y tú y tu puta pueden irse a la mierda.Vanessa se tensó, pero Marcus levantó una ceja, divertido.—¿Así hablas ahora? ¿Tan rápido perdiste la educación?—La educación no me impide decir verdades.
El café estaba lleno de murmullos, platos chocando y el aroma delicioso de pan tostado mezclado con lluvia vieja. Kira se movía entre las mesas con la agilidad de quien sabe caminar sobre fuego sin quemarse. Su uniforme estaba manchado de harina y su trenza apretada dejaba escapar mechones rebeldes por la nuca. No buscaba verse bien, pero lo estaba. De esa manera descuidada que solo tienen las mujeres que no tratan de agradar.Julian la observaba sin pudor, sentado en la esquina con Leo y Zoey. Su sonrisa era pequeña, pero constante, como si su cara aún no estuviera segura de cómo sostenerla.—¿Entonces… Kira? —preguntó Zoey, con la ceja arqueada y el instinto de sabueso.—Nos conocimos hace unas noches. Larga historia —dijo Julian, sin q
El sol se colaba tímido por la ventana rota del departamento. No había cortinas, solo una sábana delgada clavada con tachuelas, pero esa luz era suficiente para que Kira abriera los ojos con esa sensación rara de no estar en guerra por dentro.La noche anterior había sido dura, como todas. Pero esa vez, algo era diferente. El recuerdo de Julian cruzó por su mente sin permiso, no como pensamiento, sino como una sensación: un calor inesperado entre tanto hielo. Cerró los ojos un segundo más. Vio su sonrisa. Esos ojos tan oscuros, tan vacíos... pero vivos, justo cuando la miraron. Y pensó: qué bonita sonrisa para alguien que parecía estar a punto de desaparecer.Se levantó despacio. La casa olía a humedad, a café
La lluvia seguía cayendo cuando salieron del edificio. No se apresuraban. No tenían a dónde correr, ni a quién rendirle explicaciones. Caminaban juntos hasta la acera como si ese trayecto fuera lo único que los mantenía en pie. Julian no tenía deseos de regresar a su oficina. ¿Para qué? Allí solo lo esperaba el eco de una decisión que no logró cumplir. Kira, por su parte, parecía más liviana, como si haber gritado le hubiera vaciado el veneno. Pero Julian la notaba tensa. Como si por dentro todavía estuviera lista para patearle los dientes al mundo.—Gracias —murmuró ella, levantando la mano para pedir un taxi. Su voz sonaba ronca, pero firme.&
El grito de ella todavía flotaba en el aire cuando Julian salió del trance. Había estado tan cerca. Solo faltaba un gesto. Un leve movimiento del dedo. Un segundo más. Pero el mundo, de pronto, decidió no dejarlo ir tan fácil. Y ese mundo tenía nombre, piernas largas, una sudadera gigante y la voz más rabiosamente viva que había escuchado en mucho tiempo.Ella no lo vio. Caminaba de un lado a otro por la oficina como un huracán con zapatos mojados, murmurando entre dientes insultos que sonaban a ucraniano o a maldición ancestral. Julian, aún en la sombra, la observó. Tenía el rostro enrojecido, empapada de lluvia, con las mejillas ardientes de furia. Una especie de belleza sal
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