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La primera mascara se rompe

Julian llegó a la oficina sabiendo que el día no traería tregua. En el ascensor, su reflejo le devolvió una mirada distinta: más firme, menos rota. Ya no tenía la intención de rogar ni de callar. Había pasado demasiado tiempo viviendo con la cabeza baja, creyendo que su lugar era el rincón. Hoy no. Hoy se iba a plantar.

La tensión se mascaba en el aire apenas puso un pie en la sala de juntas. Marcus estaba ahí, por supuesto, sonriendo como si el mundo le debiera algo. A su lado, Vanessa, perfectamente maquillada, tomada de su brazo como si fuera trofeo y verdugo a la vez.

—Así que aquí estás —dijo Marcus, con ese tono condescendiente que siempre usaba—. Te fuiste sin despedirte de casa... o de tu ex.

Julian lo miró sin parpadear, directo, sin temblores.

—No, es mi casa. Es mía. La compré yo. Y tú y tu puta pueden irse a la m****a.

Vanessa se tensó, pero Marcus levantó una ceja, divertido.

—¿Así hablas ahora? ¿Tan rápido perdiste la educación?

—La educación no me impide decir verdades. Tú no querías que Vanessa viviera contigo, ¿Verdad? Porque te coges a una diferente cada semana. No querías tenerla cerca cuando la otra esté bajando las escaleras en ropa interior. Hipócrita.

El rostro de Marcus se transformó. Se puso serio, incómodo. No esperaba esa reacción de Julian. Nunca lo había visto así. Lo había subestimado durante años. Como todos.

Vanessa dio un paso al frente.

—¡Eres un maldito acomplejado! ¿Sabes cuántas veces cogimos en esa casa mientras tú te bañabas? ¡Tú eras solo un idiota con título de prometido!

—Y tú eras una puta con contrato implícito. No te confundas. Te largaste con mi hermano porque sabías que a él le gustan las cosas fáciles. Como tú.

Marcus abrió la boca, pero no dijo nada. El golpe fue certero. Lo había dejado sin palabras.

Julian respiró hondo. Ya no sentía rabia. Solo una paz extraña, como si finalmente hubiera soltado un peso.

Más tarde, Richard lo llamó a su oficina. Ni un saludo. Solo el típico tono de empresario frustrado.

—Marcus ya está haciendo entrevistas para cubrir tu puesto.

Julian lo miró sin sorpresa.

—No se preocupe. A final de la próxima semana dejaré el cargo.

—¿Y de qué piensas vivir? ¿Del aire?

Julian sonrió de lado.

—No soy su hijo, ¿recuerda? Lo dejó claro. Así que no se preocupe por mí. Me las arreglaré. Siempre lo he hecho. Con o sin su apellido.

Lo que Richard no sabía era que seis meses atrás, su abuela materna —la única que alguna vez lo había amado sin condiciones— le dejó una herencia que lo convertía en un hombre más rico de lo que su familia podía imaginar. Pero ese era su secreto. Y pensaba guardarlo por mucho tiempo.

Al otro lado de la ciudad, Kira salía de la casa de la señora Ford, una vieja rica que le había prometido un pago generoso por limpiar toda la casa sola. Desde las once de la mañana hasta pasadas las nueve de la tarde, había lavado pisos, baños, ventanas, ropa y hasta la maldita jaula de un loro que no paraba de insultarla en francés.

Al final, exhausta, la señora Ford la acusó de robar un anillo. Kira intentó explicarse, jurar que no lo había tocado. Pero la vieja, con el ceño arrugado por los años y la soberbia, le dio una cachetada y le dijo que no le pagaría un centavo.

Kira salió de ahí con la cara roja, las manos temblando y el estómago vacío. Caminó por la acera con la dignidad hecha trizas. Y como si el universo la estuviera empujando al límite, pasó justo frente a las oficinas de los Blackthorne.

Marcus salió del edificio, rodeado de amigos trajeados, todos riendo con esa carcajada hueca de ricos aburridos. La vio. La reconoció. Y sin pudor alguno, caminó hacia ella.

—Mira nada más... la del culito barato —dijo en voz baja, antes de palmearle el trasero como la vez anterior.

Kira se quedó helada. No por miedo, sino por impotencia. Quiso gritar, golpear, romperle la cara. Pero él ya se había alejado, carcajeándose como si nada.

En su interior, algo se quebró. Su odio hacia los ricos no era ideológico. Era personal. Profundamente visceral.

Horas más tarde, Julian salía por fin de la oficina, más ligero que nunca. Leo y Zoey ya lo esperaban en el coche.

—Vamos, cabrón. Nos espera una noche decente con tequila y sarcasmo —dijo Zoey.

—¿En serio quieres llegar tarde y que Sol nos cierre la puerta en la cara? —añadió Leo.

Julian sonrió. En su mente, la imagen de Kira. Su voz. Su fuego.

—Vamos. No pienso perderme eso por nada del mundo.

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