El sol se colaba tímido por la ventana rota del departamento. No había cortinas, solo una sábana delgada clavada con tachuelas, pero esa luz era suficiente para que Kira abriera los ojos con esa sensación rara de no estar en guerra por dentro.
La noche anterior había sido dura, como todas. Pero esa vez, algo era diferente. El recuerdo de Julian cruzó por su mente sin permiso, no como pensamiento, sino como una sensación: un calor inesperado entre tanto hielo. Cerró los ojos un segundo más. Vio su sonrisa. Esos ojos tan oscuros, tan vacíos... pero vivos, justo cuando la miraron. Y pensó: qué bonita sonrisa para alguien que parecía estar a punto de desaparecer.
Se levantó despacio. La casa olía a humedad, a café viejo y a sobrevivencia. Diego seguía ahí, medio vestido, sentado en la mesa como si el lugar le perteneciera. Se levantó cuando la vio salir del cuarto. Fue hacia ella con una expresión ensayada, con ese gesto de perro arrepentido que a veces funcionaba.
—Kira… sé que anoche fue feo. No tengo excusa. Pero te juro que quiero cambiar. Puedo ser más considerado. Contigo. Con Luka. Te lo prometo.
Ella lo miró en silencio. No tenía ganas de discutir. Tampoco de fingir. Solo quería que la dejara desayunar en paz.
—Déjame pensarlo —dijo al fin, con una voz que no prometía nada.
Diego, creyendo que había ganado terreno, sonrió y la besó en la mejilla. Kira se quedó quieta. Cuando él salió, por un segundo pensó en vomitar. Pero respiró hondo y lo soltó.
Luego, como si fuera una ceremonia de recuperación, puso agua a hervir y sacó pan de días anteriores. Hizo huevos con lo poco que quedaba en la alacena y sirvió café. Cuando Sol salió de su cuarto con el cabello teñido de lavanda hecho un nido, soltó su carcajada ronca al ver la mesa servida.
—¿Qué es esto? ¿Estamos vivas o ya nos morimos y nos dieron desayuno celestial?
—Disfruta —dijo Kira con media sonrisa—, porque mañana volvemos a sobrevivir con avena y sarcasmo.
Sol se sentó, devoró un trozo de pan y luego miró a Kira con sus ojos de bruja callejera.
—Dormí.
—No, no es eso. Estás como... distinta. ¿Gritaste? ¿Te masturbaste con odio? ¿Te drogaste? ¿O por fin le dijiste a Diego que lo tiene chico?
Kira escupió el café de la risa, mientras Luka, que acababa de sentarse con sus libros, levantaba una ceja sin soltar la tostada.
—Sol, por Dios. Luka está aquí.
—Ay, por favor. Luka tiene diez años y acceso a internet. Seguro sabe más que yo.
—Yo no sé nada —dijo Luka muy serio—. Pero tengo mis sospechas.
Rieron los tres. Un desayuno pobre, pero caliente. Un momento que no sabían que extrañaban.
—Y tú —continuó Sol, señalando a Kira con un tenedor—. ¿Por qué estás sonriendo como si hubieras visto algo bonito?
Kira no respondió enseguida. Luego, con los ojos en la taza, murmuró:
—Gritar bajo la lluvia es relajante.
Sol la miró como quien ya sabe que hay algo más, pero decide no presionar. Porque a veces lo más honesto no necesita explicación.
Luka se alistó para la escuela. Tenía fiebre baja, pero insistía en ir. Siempre lo hacía. Era el mejor de su clase, y tenían que mantener la fachada. Habían usado papeles falsos para inscribirlo, pero el niño era una mente brillante: creativo, aplicado, curioso. Su enfermedad no le impedía pensar. Al contrario, parecía que su cerebro peleaba más duro porque su cuerpo no podía.
Los tres salieron juntos. Luka con su mochila llena de libros, Sol con su termo de café, Kira con la chaqueta prestada que le quedaba grande. Caminaron con paso lento por las calles aún húmedas, como si el mundo no pudiera alcanzarlos en ese instante.
—¿Sabes que te amo, no? —le dijo Sol al oído, mientras Luka se adelantaba para ver una vitrina de cómics.
Entraron al café donde trabajaban a medio tiempo. Kira se puso el delantal. Sol hizo lo mismo, aunque lo llevaba con más estilo, ajustado a la cintura y con los tatuajes al aire. Justo cuando estaban por empezar, el celular de Kira vibró. Un mensaje del servicio de limpieza donde trabajaba por las noches. Esta semana solo la necesitarían dos días. Dos días.
Una m****a.
Apagó la pantalla sin decir nada. Pero el veneno le recorrió la garganta. No por el dinero, aunque lo necesitaban. Sino por lo que representaba. Por todo lo que los Blackthorne significaban. Por lo que Marcus le había hecho aquella vez en el ascensor, cuando la nalgueó sin permiso, como si fuera un trozo de carne barata, y le metió cinco dólares en el bolsillo con esa sonrisa de rico psicópata.
Desde entonces los odiaba. A todos.
Julian también despertó distinto. No con felicidad. Tampoco con paz. Pero había algo nuevo. Una ligereza extraña. Como si haberse sacado de encima a Vanessa le hubiera permitido recuperar espacio en su pecho. Aún dolía. Sí. Pero era ese tipo de dolor que no abruma, sino que confirma: estás sanando.
Se duchó con agua caliente. Se vistió con calma. Mientras abotonaba la camisa, pensó en Kira. No en sus palabras. En su risa. En su cara mojada. En cómo, a pesar de estar hecha pedazos, se veía viva. Más viva que nadie.
Qué bonita sonrisa, pensó. Y le sorprendió el pensamiento. No era lujuria. No era deseo. Era… ternura.
Afuera, ya lo esperaban Zoey y Leo. Zoey manejaba su carro destartalado como si fuera un Ferrari, mientras Leo iba comiéndose un pan viejo y escuchando música latina por puro placer culpable.
—¡Buenos días, criatura trágica! —gritó Zoey al verlo entrar al asiento trasero.
Julian sonrió, apoyó la cabeza en el respaldo.
—Las dos cosas, tal vez.
Mientras el carro avanzaba, hablaron de la galería. De lo que había quedado. De si el seguro pagaría lo suficiente para volver a empezar.
—Si conseguimos algo del seguro, podemos levantar una exposición pequeña —dijo Zoey—. Algo modesto. Pero real.
—Si conseguimos el seguro —repitió Leo, escéptico—. Porque conociendo a tu familia…
—No los metas —interrumpió Julian—. Esta vez no.
Hubo un silencio.
Y entonces, él habló. Contó lo de Vanessa. Lo de Marcus. Lo del golpe. El engaño. Lo dijo todo. Menos el detalle de la pistola. Eso no.
Cuando habló de Kira, sin querer, sonrió.
—Ella... irrumpió en la oficina. Gritando como loca. Y sin saberlo... me salvó.
Zoey giró la cabeza y lo miró por el retrovisor.
—Sonríes. Estás sonriendo.
Leo asintió.
—Esa es la señal. Hay que celebrar. Esta noche: whisky, pizza y mujeres que no tengan el alma podrida.
—Yo traigo los condones —bromeó Zoey.
—Solo si tú los usas, cariño —respondió Leo.
Frenaron frente a una cafetería nueva que Zoey había querido probar.
—Dicen que el pan de muerto aquí te revive.
Entraron. Se sentaron. El lugar olía a café recién molido, a vainilla, a casa.
Y entonces, desde detrás del mostrador, una voz.
—¿Puedo tomar su orden?
Julian levantó la mirada.
Kira.
Con la misma sudadera, el cabello atado en una trenza descuidada, el delantal lleno de harina.
—¿Kira? —preguntó Julian, sin poder evitar la sonrisa.
Ella también sonrió. De verdad.
—Mira nada más... el millonario deprimido —dijo con sorna suave—. ¿Otra ronda de tequila o prefieres un latte?
Zoey y Leo se miraron entre sí.
—¿Quién es ella? —susurró Leo.
—La que grita bajo la lluvia —respondió Julian, sin dejar de mirar a Kira.
Y por primera vez, el café supo a comienzo.