Con los brazos cruzados, impaciente y girando sobre sí misma, Caterina observa la hora y cómo la luz dorada del sol tiñe de cobre las aguas cristalinas. Sigue parada como una estúpida frente a la estatua de Atenea, como le indicó el idiota de Matteo, y él, como siempre, no se ha dignado en llegar.
Matteo se acerca con paso lento, firme y decidido.
—Excelente, el señor al fin nos digna con su presencia. — Caterina, con la mirada fija en el horizonte, habla con tono firme. — Dime lo que tengas que decir, pero hazlo rápido, no tengo tiempo que perder.
—¿Ya empezó a controlarte?
—¿Te importa? — Caterina vuelve a mirar la hora, empieza a hacerse tarde. — ¿Para qué diablos me llamaste?
—Tienes que desaparecer. — Ella lo mira sin comprender nada en lo absoluto, Matteo se acerca y la toma del brazo — Hoy no puedes volver a la villa.
—¡No me toques! — Caterina retira su brazo con enojo y se aleja de él. — No vuelvas a toc