KELYRA
Hay una forma en que los humanos miran.
Con deseo, con miedo, con admiración o juicio. Pero siempre desde fuera, desde una distancia que se puede romper con una palabra o un gesto.Pero la forma en que él me miró… no era humana.
Fue como si cada parte de mí quedara al desnudo, como si mi cuerpo, mi mente, mis recuerdos y hasta mis pensamientos más íntimos fueran suyos desde antes de este encuentro.
Estaba sentada en el borde de una cama que no era mía. Las sábanas eran negras como tinta, suaves como seda arrancada del crepúsculo. La habitación entera parecía suspendida entre el tiempo y el sueño: velas flotantes parpadeaban en el aire, espejos que no reflejaban mi rostro sino el de otras mujeres —otras versiones de mí— me observaban desde las paredes.
Y él estaba ahí. De pie. Observándome.
Lucien.
Sus alas se habían plegado detrás de su espalda como un manto de sombra viva. Su cuerpo, cubierto por una túnica oscura ceñida al torso, parecía esculpido con la intención de provocar tanto temor como deseo. Sus pasos no hacían ruido, y sin embargo, cada vez que se acercaba sentía que el aire se curvaba en torno a él.
Pero fueron sus ojos los que me atraparon.
Dorados. Brillantes. Eternos. Y no era un brillo físico, como el de una lámpara o el oro al sol. Era algo más profundo. Una luz interior. Una condena encendida desde la creación del mundo. Un fuego que no quemaba carne, sino alma. Y yo… no podía apartar la mirada.
—No tiembles —dijo con voz baja, grave, sedosa—. No vine a hacerte daño.
—¿Entonces qué quieres?
Se inclinó levemente. No demasiado, pero lo suficiente para que su rostro quedara cerca del mío. Su aliento era frío. Su cercanía, abrumadora.
—Quiero que veas lo que siempre ha estado oculto a tus ojos humanos —susurró—. Quiero que dejes de huir de lo que eres. De lo que somos.
Intenté alejarme, fingir dignidad. Pero fue inútil. Él ni siquiera me tocó, y aún así, algo en mi cuerpo se negó a moverse. No era una orden física. Era mi sangre reconociendo la suya.
Nunca creí que el miedo pudiera tener belleza. Ni que el deseo pudiera doler tanto. Pero entonces lo vi. De verdad. Lo vi. No solo como una sombra en mis sueños. No como un susurro que arde en mi muñeca a las 3:33. Sino como lo que era: una fuerza viviente. Un dios caído. Un demonio eterno.
—¿Por qué me miras así? —pregunté, la voz apenas un hilo.
Lucien sonrió. No como lo haría un hombre. Sino como lo haría un depredador que ha esperado siglos por el momento exacto en que su presa deje de resistirse.
—Porque quiero memorizar cada parte de esta nueva tú —dijo, sin parpadear— Porque tus ojos… me han perseguido vida tras vida. Porque llevo siglos soñando con la forma exacta en que parpadeas cuando tienes miedo… y con la forma en que dejas de hacerlo cuando sientes placer.
Me ardieron las mejillas, pero no de vergüenza. Era otra cosa. Una mezcla de rabia, deseo y una atracción tan irracional como inevitable.
—No te conozco —susurré.
—No me conoces… aún. Pero sí me has amado y deseado. En todos los mundos, bajo todos los nombres. Y te juro que este no sera la excepción.
Su mano subió, lenta, como si dudara… y al final, me rozó la mejilla con el dorso de los dedos. Y entonces, lo sentí de nuevo. El vértigo. El choque de memorias ajenas y propias. El grito de una mujer —yo misma, en otra vida— lanzándose a sus brazos entre una lluvia de cenizas. Una cama cubierta de pétalos negros. Una promesa susurrada en una lengua que no existe más.
Me llevé las manos a las sienes. Cerré los ojos. Pero su mirada seguía ahí. Como si estuviera viéndome desde adentro.
—¿Qué me estás haciendo?
—Nada que tú no hayas permitido ya —respondió con calma— Yo no soy tu carcelero, Kelyra. Soy tu destino.
Sus palabras me estremecieron. Y sin embargo, parte de mí deseaba que no se detuviera. Que siguiera hablando, mirándome, reclamándome como si tuviera derecho a hacerlo.
Lucien dio un paso atrás. El fuego de la chimenea rugió tras él, y por un momento, su silueta se fundió con las sombras. Pero sus ojos dorados seguían brillando. Como dos promesas encendidas.
—Dime la verdad —le exigí—. ¿Qué soy yo para ti?
Él no dudó. Ni un segundo.
—Eres mi condena… y mi salvación. Eres la única capaz de destruirme… O de recordarme quién fui antes de caer. Y aún así, Kelyra… Te amo más de lo que temo mi propio final.
Su voz era baja, envolvente, con ese acento imposible de situar. Elegante. Antiguo. Como si hubiese hablado con reyes antes de que existieran los tronos. Cada palabra suya parecía una sentencia. Cada pausa, un castigo.
Él dio un paso hacia mí. No hubo sonido. No peso. Pero el aire se tensó, como si incluso el mundo temiera contradecirlo. Su capa se movía con él como una extensión de su sombra, y su silueta —alta, regia, letal— imponía respeto incluso sin moverse.
—Eres… imposible —susurré, intentando apartar la vista y fracasando.
—Y tú, inevitable.
La frase me atravesó. No como un halago. Como una verdad escrita en piedra desde antes de que naciera el primer idioma.
Entonces se detuvo frente a mí. Tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, ese calor que no era humano. Que no venía de sangre ni carne, sino de otra fuente… de otro plano.
Me observó en silencio. Como si analizara mi existencia. Como si cada pestañeo suyo revelara partes de mí que yo no sabía que llevaba dentro.
—¿Qué ves cuando me miras? —pregunté sin pensarlo, y mi voz sonó más vulnerable de lo que quería.
—Veo a la mujer que me condenó al amor eterno… y a la muerte infinita. Veo a la mujer que hizo sangrar a la bestia… Y la ame hasta pudrirme. Veo a la mujer por la que rompí pactos antiguos.. la misma que me condenó a arder en cada vida. La que el cielo me prohibió. La que cada vida olvida… pero cada muerte recuerda. Y esta vez, no pienso dejarte ir.
Había posesión en su voz. Y desesperación. No como quien desea. Sino como quien necesita. Como quien ha perdido mil veces… y ya no puede permitirse una más.
Mis piernas flaquearon. Di un paso atrás, pero tropecé. Antes de que pudiera caer, Lucien me sostuvo.
Sus brazos eran fuertes, fríos como mármol recién esculpido… pero su tacto ardía. Me atrapó sin esfuerzo, como si yo no pesara nada. Como si el universo entero conspirara para que mis huesos encajaran justo donde él quería que estuvieran. Me sostuvo como se sostiene un relicario. Como si al soltarme, el mundo se partiera.
Y entonces, su voz descendió a un susurro.
—¿Sabes por qué puedo leerte tan bien, Kelyra? Porque tú también has sido un demonio.
Mi respiración se detuvo. Quise hablar. Negarlo. Preguntar. Pero no pude.
Porque algo dentro de mí —una sombra antigua, dormida en lo profundo— respondió a esa frase con un eco. No de miedo. Sino de reconocimiento.
El lugar a nuestro alrededor cambió. El cielo, si se podía llamar cielo, era una bóveda púrpura atravesada por relámpagos negros. A lo lejos, vi torres de cristal quebrado, árboles que ardían sin consumirse, y un lago de agua oscura que reflejaba cosas que no estaban allí.
El Reino Sombrío. Mi nueva prisión. O mi verdadero origen.
Lucien me guió sin tocarme más, pero no necesitaba hacerlo. La marca en mi muñeca latía con cada paso suyo. Como una brújula. Como una cadena.
Entramos en un corredor de piedra negra. A cada lado, espejos oscuros mostraban escenas que me resultaban… familiares. Una niña corriendo entre ruinas. Una mujer arrodillada ante una tumba de fuego. Yo. En otras pieles. En otros siglos.
—¿Quién soy yo realmente? —pregunté, incapaz de apartar la vista de mi reflejo fragmentado.
Lucien no se detuvo.
—Eres la única alma que ha caminado por todos los infiernos y ha seguido brillando. La única capaz de amar a un monstruo… y seguir llamándolo por su nombre.