KELYRA
Nunca tuve un lugar al que llamar hogar.
Solo espacios de paso. Cuartos que no me contenían, ciudades que no me pertenecían. Personas que me miraban como si algo en mí estuviera fuera de lugar. Hace un año, llegamos a Abadon Hills, un rincón olvidado de Inglaterra donde el tiempo parece haberse detenido. Mi madre encontró trabajo como enfermera en el viejo sanatorio del pueblo, y por primera vez desde que tengo memoria, dejamos de movernos. Dijo que aquí estaríamos seguras. Que aquí, al fin, podríamos descansar.Fue justo a las 3:33 cuando la marca volvió a arder, pero esta vez no se detuvo. El dolor subió por mi brazo como una corriente viva. Mis dedos temblaban, mi vista se nubló, y de pronto, todo lo que me rodeaba empezó a desaparecer.
Mi habitación se desdibujó. Las paredes se ondulaban como si fueran de agua. Las luces parpadearon y se apagaron, una por una. El aire se volvió denso, casi irrespirable. Y en ese instante supe… que no había marcha atrás.
El libro, que había desaparecido la noche anterior, estaba ahora abierto sobre mi cama. Sus páginas se movían solas, como si una fuerza invisible las buscara frenéticamente. Entonces se detuvieron en una hoja vacía. Y una nueva frase emergió, letra por letra, escrita con la misma tinta roja.
“Reclámala, Lucien. Ella está lista.”
Entonces, la ventana explotó. Cristales volaron en todas direcciones, y el viento que entró no era frío. Era oscuro. Tenía peso, presencia, intención. Las cortinas se elevaron como alas, y del umbral entre la noche y mi mundo… algo emergió.
Una silueta. Un hombre. No… no un hombre.
Él.
Alto, cubierto por una capa negra que se agitaba como humo. Su rostro estaba oculto al principio, pero sus ojos… esos ojos dorados me miraban como si no hubiera nada más que mereciera su atención.
—Kelyra —dijo, y su voz fue como una llave abriendo una puerta en mi alma.
Retrocedí por instinto. Quise correr, pero mis pies no se movieron.
—No tengas miedo —susurró—. Solo has olvidado quién eres.
—¿Qué eres tú?
Él no respondió.
Cuando estuvo frente a mí, alzó una mano. No me tocó, pero el calor de su palma hizo que mi marca brillara como fuego vivo.
—El pacto fue sellado antes de tu primer aliento —dijo con calma, como quien recuerda una verdad innegable—. Tu madre lo sabía. Y tú… ya empezaste a recordarlo.
—¿Recordar qué?
—A mí.
Alzó la mano lentamente y retiró la capucha, revelando el rostro que tantas veces había visto en sueños y pesadillas. Primero, emergió de la penumbra como un espectro antiguo, pero no había nada de muerte en él. Lucien era la encarnación viva del peligro que atrae, del abismo que llama al alma a saltar. Su belleza no era humana, sino algo más. Algo eterno.
Pálido como el mármol tallado por manos divinas, con pómulos afilados y labios marcados, ligeramente curvados en una expresión que no llegaba a sonrisa… pero prometía secretos. Su rostro tenía la simetría de una estatua antigua, esculpida con una precisión cruel, como si los siglos hubieran perfeccionado cada trazo.
Su cabello, largo y blanco como la escarcha, caía como un velo sobre sus hombros anchos, deslizándose con una suavidad imposible. Y debajo, se extendía un cuerpo que parecía forjado en otro plano: alto, delgado pero musculoso, con la elegancia letal de un depredador que no necesita correr para alcanzar a su presa.
Vestía de negro, como si la oscuridad lo vistiera a él, no al revés. Cada pliegue de su capa, cada hebilla metálica en su pecho, hablaba de otra era, de otro imperio que ya no existe. Y sin embargo, nada en él parecía viejo. Era como si el tiempo lo hubiese acariciado, no herido.
Y entonces... sus orejas, ligeramente puntiagudas, se revelaron bajo el cabello al moverse. No como las de un elfo de cuento, sino como una marca sutil de que su sangre no era del todo terrenal. Algo demoníaco, algo sagrado… algo que no debía existir, pero existía.
Su voz, cuando habló, fue un arma envuelta en terciopelo. Grave, suave, modulada con una precisión que sólo puede dar el haber hablado todos los idiomas del mundo y haber amado en cada uno.
—Kelyra —pronunció mi nombre como si lo hubiera inventado él mismo—. Al fin estás aquí.
Había en su tono algo imposible de resistir. Era un eco de pertenencia. Como si cada letra que salía de su boca hubiera sido pensada durante siglos. Como si el lenguaje mismo se arrodillara para que él lo hablara.
Y entonces vi sus alas.
Negras, inmensas, quemadas en los bordes como si hubieran ardido en fuego celestial. Desgarradas por el castigo, cubiertas de cicatrices antiguas, pero todavía majestuosas. Aun rotas, imponían respeto. Eran una corona de sombra, una declaración: él había caído, pero nadie lo había vencido.
Me quedé quieta. Por asombro. Porque había algo en él que mi alma ya conocía. Algo que me dolía… y me llamaba.
Lucien.
El nombre retumbó en mi mente sin que él lo dijera. Lo supe. Siempre lo supe.
—Tú me perteneces —dijo, sin ternura. Solo certeza—. Tu alma fue prometida. Sellada con sangre. Forjada en fuego. Y ahora… te llevaré a casa.
El mundo se quebró bajo mis pies.
Literalmente.
El suelo cedió, y un vacío oscuro me tragó como una grieta sin fondo. Grité, pero no hubo eco. Solo un torbellino de sombras, símbolos que flotaban a mi alrededor, antiguos, vivos. El frío no era frío. Era la ausencia de todo lo que conocía. Y en medio del caos, él me sostuvo.
Sus brazos eran fuertes. Fríos al principio, pero luego… sentí calor. No físico, sino primitivo. Un calor que reconocía mi alma.
Y entonces, el torbellino cesó.
Aterrizamos —si es que esa es la palabra— en un lugar imposible.
Un reino sin cielo. Donde las estrellas eran rojas. Donde la luna sangraba. Donde la tierra estaba hecha de mármol negro y ceniza.
Y frente a mí… un castillo. No uno de cuentos. No uno de piedra y gloria. Era una fortaleza viviente, hecha de espinas, obsidiana y oscuridad. Torres que se retorcían hacia el cielo. Puertas que parecían respirar. Y en lo más alto, una vidriera que brillaba con el mismo símbolo de mi muñeca.
Lucien me dejó en el suelo, pero no se alejó.
—Bienvenida al Reino Sombrío, Kelyra.
Mis labios temblaban. Mis rodillas también. Y sin embargo,no grité. Solo lo miré… y pregunté:
—¿Esto es solo un sueño? Esto no puede ser real…
Mi voz temblaba. Mi mente quería rechazar lo que mis sentidos ya aceptaban: el ardor en mi piel, el pulso en mi cuello, la forma en que el aire se curvaba a su alrededor.
Lucien dio un paso más cerca. Y cuando su mano tocó mi rostro con la yema de los dedos, no fue un gesto tierno. Fue una reclamación.
Mi piel ardió bajo su toque. Era un fuego que venía de dentro. Un despertar que no podía detener. Sentí cómo mi pecho se abría, cómo algo dentro de mí —algo antiguo, algo mío— se retorcía y florecía al mismo tiempo.
Memorias fragmentadas explotaron en mi mente. Besos en medio de la guerra. Promesas hechas entre fuego y muerte. Mi voz gritando su nombre en lenguas olvidadas por la humanidad. Y siempre él.
—Esto es tan real como es mi amor por ti —murmuró con una intensidad que no pertenecía a este mundo—. No por el pacto que tu madre firmó con sangre… Sino porque te busqué. Entre todos los mundos. En todas tus muertes. Y en cada una… volviste a mí.
—¿Y si no es lo que quiero? —repliqué, aún sabiendo que mi voz sonaba débil, irrelevante.
Su mirada cambió. El dorado de sus ojos se tornó incandescente, como si algo peligroso —inhumano— despertara detrás de ellos. La sombra que lo rodeaba pareció oscilar. Las paredes vibraron con un eco invisible. Sus alas, negras y desgarradas, se alzaron lentamente detrás de él… como una advertencia.
—Entonces no tendrás opción —susurró con voz baja, rasposa, oscura—. Te mantendré en el Reino Sombrío hasta que recuerdes a quién perteneces. Hasta que me ames… aunque sea entre cadenas.
Sus palabras me helaron la sangre. No gritó. No alzó la voz. No necesitaba hacerlo. Porque en su tono no había ruego. Solo certeza. Y una amenaza tan dulce como el veneno.
—Tú eres mía, Kelyra. Desde antes del tiempo. Desde el primer aliento que respiraste. Desde la primera muerte en la que lloraste por mí.
Me temblaron los labios. El corazón. Pero lo que me paralizó no fue miedo. Fue la certeza de que una parte de mí… quería creerle.
En la nueva página del libro, escrita con tinta viva, estaba la frase que sellaba el inicio de mi condena:
“Prometida a las sombras.
No como prenda. Sino como parte.”Y debajo, una nueva firma. No Lucien.
Kelyra.