KELYRA
Las puertas se cerraron detrás de él con un susurro que pareció arrancado de otro tiempo. Y yo... no podía moverme.
Me quedé inmóvil, clavada al suelo, como si el beso que había marcado mi boca fuera una especie de sortilegio. Aún sentía sus labios sobre los míos. Aún sentía su aliento, su calor, su voz cuando me susurró que un día suplicaría por él. Y lo peor era que no sabía si lo odiaba por eso... o si lo deseaba.
El cuarto olía a él. A fuego y a sombras, a cuero empapado de lluvia, a un perfume de resina antigua que se colaba por mis sentidos como un veneno dulce. El aire tenía la densidad de una tormenta a punto de estallar, como si las paredes mismas contuvieran la respiración. Como si el castillo entero esperara mi siguiente paso.
Mi corazón golpeaba con violencia. Cada latido era un latigazo contra mis costillas. El eco de su gemido, ese sonido gutural que le había arrancado mi caricia, me recorría el cuerpo como una memoria indecente. Había algo salvaje en mí que había despertado. Algo que me asustaba. Algo que quería más.
Cerré los ojos. Traté de ordenar mis pensamientos. Pero era imposible. Todo en mí estaba alterado. La piel, la respiración, el pulso que vibraba en mi cuello. Mi ropa me resultaba ajena, pesada, como si ya no me perteneciera del todo.
Me acerqué tambaleante al espejo, guiada por un impulso que no comprendía. La chica que me devolvió la mirada no era la que llegó a Abadon Hills.
Sus ojos brillaban con un fulgor inhumano. Su boca estaba enrojecida, sus mejillas encendidas. Y la marca en su muñeca... esa estrella oscura palpitaba como una llama viva. Como si respondiera a un lenguaje que solo Lucien y yo podíamos entender.
Las puertas del ala este siempre habían estado selladas. Eran un límite no solo físico, sino espiritual. Como si el castillo mismo quisiera mantener escondido lo que dormía detrás de ellas. Pero ese día, mientras el silencio pesaba como plomo en el aire y el cielo vomitaba nubes negras sobre las torres, algo había cambiado.
La grieta era minúscula. Apenas visible bajo la tenue luz azul de las antorchas flotantes. Pero allí estaba. Vibrando como una invitación.
Mi pulso respondió antes que mi razón. Sentí la marca en mi muñeca arder, como si supiera que había algo que debía descubrir. Algo prohibido. Algo destinado a romperme.
Empujé la puerta. Crujidos sordos llenaron el pasillo cuando la barrera mágica se deshizo en una exhalación de ceniza invisible. Crucé el umbral con el corazón latiendo en los oídos y un escalofrío recorriéndome la espina dorsal.
El corredor al otro lado era distinto al resto del castillo. Las paredes parecían vivas, cubiertas de una textura como piel de serpiente. Las antorchas emitían una llama pálida, casi blanca, que no calentaba. Caminé lentamente, mis botas resonando como tambores en el silencio denso.
De pronto, una hilera de espejos me salió al paso.
Pero estos no reflejaban mi imagen. Reflejaban escenas. Imágenes que parecían arrancadas del tiempo, de los sueños, o de las pesadillas de otros. Y en uno de ellos... lo vi.
Lucien. Hermoso. Desnudo. Con otra mujer.
Ella arqueaba el cuerpo debajo de él, gimiendo como si el placer fuera un conjuro. Sus manos se aferraban a sus alas. Y él... rugía su nombre. No el mío.
Mi estómago se revolvió.
—¡Basta! —grité, cerrando los ojos— ¡Ya!
El espejo crepitó, se quebró en hilos oscuros y se desvaneció. Pero la imagen ya se había incrustado en mi mente como un aguijón.
Sentí rabia. Celos. Un fuego que no sabía que podía sentir.
Empujé la siguiente puerta. Se abrió con un susurro de viento antiguo.
La sala era circular, envuelta en penumbra, con columnas cubiertas de runas que se encendían a mi paso. En el centro, un altar de obsidiana. Encima, un libro abierto. Las hojas parecían hechas de piel humana, y al acercarme, vi mi nombre escrito en tinta roja. O sangre.
Kelyra.
Mi nombre. Una sentencia.
Toqué la página. Una descarga recorrió mi brazo, cruzó mi pecho y se anidó en el centro de mi vientre como un nódulo incandescente.
Voces. Gritos. Recuerdos que no eran míos.
“Tu alma lo llamó. No él. Fuiste tú. Desde antes. Desde siempre.”
Retrocedí. Mareada. Pero la sala no me dejó ir. Una sombra se formó en la esquina. Alta, encorvada, con ojos verdes como veneno destilado.
—Aún puedes huir —dijo la criatura—. Aún puedes salvarte de él.
—¿Y qué me pides a cambio?
Su sonrisa fue un tajo.
—Tu deseo. Tu cuerpo. Tu caos. Lo que él anhela.
Una explosión de luz cortó el aire.
Lucien.
Entró como una tormenta. Su energía llenó la habitación. Con un movimiento de su mano, la sombra chilló y desapareció entre llamas negras.
Me miró. Su rostro era máscara de furia contenida.
—¡Te dije que no cruzaras este ala!
—Vi los espejos —espeté, temblando de rabia y deseo—. Vi lo que hacías con otras.
Él se quedó en silencio. Sus alas temblaban, tensas. Pero sus ojos no eran de culpa. Eran de fuego.
—No te debo explicaciones.
—¡No soy un juguete de nadie! ¡Nunca seré tuya!
Él cruzó la distancia. Su cuerpo colisionó con el mío. Me empotró contra la pared con un gruñido. Su boca encontró la mía. No fue un beso. Fue un acto de poder. De deseo. De guerra.
Sus manos me alzaron. Mis piernas lo rodearon por instinto. Y cuando su lengua invadió mi boca, me aferré a su nuca, gimiendo. Él respondió con otro gemido, profundo, masculino, salvaje. Sus dedos bajaron. Una caricia precisa, entre mis piernas, por encima de la tela. Mi cuerpo se arqueó. Jadeé. Estaba a punto de caer.
Pero fue él quien se detuvo. Se apartó con violencia. Su respiración era fuego. Sus ojos, abismo.
—Serás mía —murmuró—. Pero no hoy. No hasta que supliques por ello.
—Eres un monstruo —espeté, limpiándome los labios con el dorso de la mano.
Su sonrisa fue cruel.
—Y tú, mi tentación favorita.
Me giré de golpe, la rabia ahogándome en la garganta como un veneno sin escape. El castillo olía a poder, a oscuridad contenida, a condena… y yo ya no podía soportarlo más.
—Llévame de vuelta a Abadon Hills —dije, con la voz tensa, apenas controlando el temblor en mis manos—. Quiero mi vida. Quiero mis libros, mis horas solitarias, mi trabajo aburrido, mis silencios. Quiero… a mi madre. No esto. No a ti. No a este infierno disfrazado de destino.
Lucien no respondió al instante. Me observó. Sus ojos no eran dulces, ni compasivos. Eran como brasas encerradas en hielo. Algo se movió en su rostro… pero fue tan fugaz que no pude nombrarlo.
Luego caminó con calma hacia la puerta.
—Tú no tienes una vida, Kelyra —dijo sin mirarme—. Solo un destino. Y ya estás ardiendo en él, te guste o no.
Mi sangre hirvió. Di un paso adelante, cerrando el puño a mi lado.
—Encontraré la forma de salir de este lugar maldito. Lo juro —espeté, con el pecho subiendo y bajando por la rabia—. Y cuando lo haga, no miraré atrás. No volveré jamás. Ni aunque el mundo se derrumbe.
Entonces se detuvo.
Se giró lentamente. La oscuridad en su rostro era total. Como si cada sombra del castillo se hubiese reunido en su piel.
—Solo inténtalo —susurró, con una voz tan baja y peligrosa que se me erizó la piel—. Atrévete a huir de mí, y te prometo que te arrastraré de vuelta. Gritando. Luchando. Desnuda de excusas.
Dio un paso hacia mí.
—Puedes odiarme. Puedes pelear. Incluso puedes mentirte a ti misma diciendo que esto no es real. Pero no escaparás de mí, Kelyra. Porque lo que hay entre nosotros no se rompe. Se consume. O se devora.
Me quedé helada. El aire parecía más denso entre nosotros, más pesado. Como si todo el castillo contuviera el aliento.
Lucien me miró una última vez, como si pronunciara una sentencia antigua, y luego se dio la vuelta.
—No me provoques —murmuró mientras cruzaba el umbral—. Porque no soy tu salvador.
Y desapareció entre las sombras, como si nunca hubiese estado allí… dejando solo su amenaza colgando en el aire. Viva. Palpitante. Y malditamente cierta.
Me dejó sola. En medio de un altar, un libro hecho con piel, y un deseo que me destrozaba el alma.
Mi corazón estaba dividido. Y cada parte quería cosas distintas. Una quería huir. Otra... Otra quería arder con él.