KELYRA
No supe en qué momento mi pecho dejó de doler y empezó a arder.
Lucien seguía ahí, estático, contemplando el charco oscuro del cáliz derramado como si contemplara los restos de su esperanza. Pero yo no podía mirarlo más. Me dolía. Me dolía tanto que me faltaba el aire. Que mis huesos crujían bajo la presión de algo que no entendía. Algo que bullía… dentro de mí.
No era ira. Era traición. Era el quebranto más antiguo, el grito de algo sellado mucho antes de que yo tuviera memoria. Me alejé un paso, luego otro. La sala se volvió más fría. El aire, más denso.
—¿Eso era todo? —escupí, con voz temblorosa—. ¿Todo lo que me diste, todo lo que fingiste sentir… solo para recuperar a otra?
Lucien no respondió. No podía. Sus ojos dorados fuego se clavaron en mí con esa calma asesina que dolía más que mil gritos.
—¿Quién soy para ti entonces? —insistí, con el alma en carne viva—. ¿Un cuerpo vacío? ¿Un ataúd para tu amor muerto?
El silencio fue su única respuesta. Y fue peor que cualquier palabra. Entonces algo… algo dentro de mí colapsó. La rabia ya no era rabia. Era electricidad en mi piel. Era fuego en mis venas. Era un llamado ancestral, algo dormido que no debería haber despertado. Mi visión se tornó roja. El suelo tembló.
Un anillo de símbolos brilló alrededor mío, runas demoníacas encendidas con urgencia. Los jueces del círculo ya estaban presentes, sus rostros ocultos tras máscaras de oro y sombras.
—¡Selladla! —gritó uno—. ¡No debe cruzar el umbral!
Las runas se elevaron como paredes invisibles a mi alrededor, cerrándose como una prisión mágica. Me estaban encerrando. Sellándome como si yo fuera una amenaza.
—¡No soy una amenaza! Pero tampoco seré una prisionera en mi propia carne—grité con la garganta rota, pero ellos no escuchaban. Nadie escuchaba.
Lucien dio un paso adelante. Sus labios se abrieron, pero no llegó a hablar. Demasiado tarde. Demasiado lejos.
Mi piel ardía, el dolor atravesaba mi cuerpo. El círculo de runas brillaba más y más. El aire olía a azufre, a tormenta. Y entonces, estallé. Un grito desgarrador me salió del pecho, no humano, no demoníaco. Antiguo. El círculo no soportó.
Una onda expansiva se alzó, hecha de energía oscura y brillante a la vez. Los jueces fueron lanzados hacia atrás como hojas secas en un huracán. Las columnas temblaron. Los muros gimieron. Todo se fracturó. Y entonces… se abrió.
Un portal. Un desgarrón en la realidad misma, en mitad de la sala rota. No supe cómo lo provoqué. No lo comprendí. Solo sentí la fuerza descomunal que me empujaba hacia ese vacío palpitante de sombras.
—¡No! —rugió una voz. Lucien. Por fin.
Pero yo ya estaba corriendo.
Mi cuerpo se movía sin pensar, sin mirar atrás. Los bordes del portal brillaban como cuchillas azules. El aire era fuego. Los demonios gritaban mi nombre como una maldición y una advertencia.
Estaba huyendo. Del infierno. De Lucien. De mí. Y justo antes de cruzar, lo vi.
Lucien.
De pie entre el caos, rodeado por un escudo de fuego azul y fragmentos suspendidos en el aire como cenizas congeladas en el tiempo, Lucien no se movía. Ni siquiera pestañeaba. La explosión mágica que había desgarrado el círculo de runas, que había partido el suelo y hecho temblar la estructura ancestral del tribunal, no lo había tocado. Ni una herida. Ni una grieta en su armadura oscura. Nada.
Su cuerpo estaba intacto. Pero era su alma la que me quemaba.
¿Por qué?
Porque sabía que esa antigua magia, esa ráfaga de poder que brotó de lo más profundo de mí —de un rincón que yo misma desconocía—, no le había hecho daño. No porque él la hubiera esquivado. No porque me protegiera de mí misma. Sino porque el alma que debería habitar en mí aún no estaba completa.
Aún no era ella.
Y por eso, Lucien estaba a salvo… por ahora.
Pero ambos sabíamos que no sería así para siempre.
Había en su expresión una aceptación inquietante. No era furia. No era desilusión. Era algo infinitamente peor.
Calma.
Una serenidad espeluznante que se sentía como una despedida disfrazada. Como si cada fibra de su ser supiera que esta escena estaba escrita desde mucho antes. Como si dejarme ir fuera parte del plan. O parte del castigo.
—¿Me dejaste huir… o me empujaste a hacerlo? —susurré con los labios temblando, incapaz de apartar la mirada de él.
Pero Lucien no podía oírme. O quizás sí, pero no respondió.
Y entonces… mire el portal. No sabía cómo lo había invocado. No pronuncié palabras. No tracé símbolos. Simplemente se
abrió, como si la dimensión misma respondiera al grito de mi alma herida.Y sin pensar más, crucé. Con el corazón ardiendo. Con los ojos húmedos. Y con la última imagen de él, inmóvil entre ruinas, como si ya no me perteneciera. El mundo se deshizo en luz y sombra.
Caí. Como si mi cuerpo se hubiera desprendido de todo, como si atravesara dimensiones. El aire cambió. La temperatura. El olor. El mundo humano me recibió con un golpe seco de realidad.
Asfalto húmedo. Noche. Lluvia cayendo en gotas heladas. Edificios grises a mi alrededor. Sirenas a lo lejos. La ciudad me envolvió como un abrazo indiferente.
Caí de rodillas. El corazón me estallaba en el pecho.
Estaba sola. Temblorosa. Herida. Viva. Y fugitiva.
El portal se cerró detrás de mí como un suspiro final. Un eco del otro mundo.
Me levanté con dificultad. Mis manos brillaban, apenas perceptible, como si una energía todavía me recorriera. Lo que había hecho allá… lo que había destruido… no era normal. No era humano. No era siquiera demoníaco.
Era algo más. Y yo no tenía idea de lo que significaba. Pero ahora, tendría que seguir sola, aprender a controlar mi magia y conseguir unos anteojos nuevos porque olvidé los míos en el infierno. Pero algo tengo claro: yo ya no era una prisionera. Era una bomba con forma de mujer. Y nadie sabía cuándo iba a estallar.