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CAPÍTULO 12: Demonios no lloran

KELYRA

El castillo había cambiado.

Las paredes, antes frías y pulidas como vidrio antiguo, ahora parecían respirar oscuridad. Una niebla sin forma se arrastraba por los corredores, cargada de un eco que no pertenecía a este tiempo. Era como si la piedra llevara impresa una rabia antigua. Como si el lugar entero hubiese sentido algo... romperse.

Y yo también lo sentía.

Una presión invisible me apretaba el pecho. No era miedo. Era ese tipo de presentimiento que te despierta en medio de la noche, sin saber por qué. Como si una parte olvidada de tu alma supiera que alguien, en algún rincón del mundo, acababa de derrumbarse.

Mis pasos me guiaron sin razón. O tal vez sí: la marca en mi muñeca ardía. Palpitaba. Llamándome. No con palabras, sino con fuego.

Fuego por él. Lucien.

La puerta estaba entreabierta. Nunca había estado en esa sala. Oscura, enorme, silenciosa. Las antorchas chispeaban con una luz violácea que lanzaba sombras vivas sobre las paredes. El aire sabía a hierro, a magia, a tormenta contenida.

Y allí, en medio del vacío, estaba él.

Lucien. De pie. Solo. No herido. No encorvado. No roto. Furioso. De espaldas. Como un dios caído tras su propia guerra.

Su abrigo colgaba rasgado, y el cabello blanco caía desordenado sobre sus hombros tensos. Las alas —esas alas malditas, hermosas y quemadas— estaban extendidas, cubiertas de laceraciones, pero aún así... majestuosas. Como si incluso lastimado, Lucien se negara a mostrarse vulnerable. Como si el dolor fuera apenas una sombra que se arrastra, pero nunca toca su alma.

En su mano, una espada negra, viva. Palpitaba como si tuviera corazón propio, goteando un veneno que no era sangre. Algo oscuro, más allá de lo humano.

—¿Qué ocurrió aquí? —pregunté, mi voz apenas un susurro en esa catedral de sombras.

Él no se volvió.

—No preguntes por heridas que no estás dispuesta a comprender —dijo con tono bajo, afilado, como el borde de una hoja contra la piel.

—Vi la sangre.—insistí, dando un paso adelante—. La magia. Los gritos. Algo pasó. Algo te rompió.

Un silencio. Luego, una carcajada amarga. Sin humor. Sin alegría.

—Sangre... —repitió con desprecio—. Lo que viste no fue sangre. Fue castigo. El eco de lo que soy cuando olvido fingir que alguna vez fui humano.

Giró lentamente. Y sus ojos... sus ojos eran tormenta. Sus ojos eran brasas ardiendo bajo una capa de hielo.

No lloraba. Jamás lo haría si pudiera supongo. Pero había una violencia silenciosa en su mirar, una furia ancestral contenida por orgullo y por cadenas invisibles. Una tormenta dentro de él, contenida con tanto esfuerzo que dolía mirarlo.

 —Tú no entiendes lo que soy, Kelyra —dijo, dando un paso hacia mí—. No soy un ángel maldito esperando redención. Soy el abismo que canta con voz dulce. Soy el infierno que se disfraza de deseo.

—Entonces, ¿por qué me dejaste entrar aquí?

Se detuvo frente a mí. No me tocó, pero el aire se tensó. Su aura me rodeó como una tormenta eléctrica, empapada de oscuridad y anhelo.

—Porque necesito que veas lo que realmente soy. Y lo que tú puedes hacer de mí... si te atreves a quedarte.

Mis manos temblaban. El corazón latía tan fuerte que me sentía mareada. Lucien era fuego contenido. No una llama. Una erupción.

—No quiero promesas —dije, con la garganta cerrada—. Ni poesías oscuras. Solo quiero la verdad.

—La verdad —susurró, inclinándose hacia mí—, es que ya me perteneces. Que tu alma lleva mi nombre tallado desde antes de que nacieras.

Retrocedí un paso.

—No puedes pedirme que acepte eso solo porque lo crees. Porque me viste en otras vidas.

Sus alas se agitaron, un crujido feroz llenó la sala.

—No quiero la que fuiste. Quiero la que eres ahora. La que se defiende. La que arde cuando la beso. La que me odia... y me desea.

Su voz rozó mi oído. Mi piel se erizó como si su aliento fuese fuego.

—No tiemblo por ti —mentí.

Él sonrió. Una sonrisa peligrosa.

—Tú piensas que puedes elegir huir. Pero el alma ya decidió. Y la tuya me llama incluso cuando tu boca me niega.

Tragué saliva. Las gafas, caídas en el suelo, parecían observarme. Como si me recordaran quién era antes de todo esto. Quién fingía ser.

—¿Y si me niego? ¿Si lucho contra este vínculo maldito?

Lucien se acercó. Su mano tocó mi cintura. No con ternura. Con dominio.

—Entonces haré que lo quieras. Porque yo no suplico, Kelyra. Yo tomo.

Sus labios bajaron a mi cuello. Un roce. Apenas eso. Pero mi cuerpo reaccionó como si me hubiera marcado con fuego. Sus dedos subieron, lentos, hasta mi rostro. Me quitó una hebra de cabello de la mejilla. Luego su pulgar rozó mis labios.

—No me desafíes si no estás lista para ser devorada.

No pude evitarlo. Lo empujé. Con rabia. Con deseo. Con todo. Pero él no se movió.

Y entonces… su boca encontró la mía.

No fue un beso de redención. Fue un asalto. Una declaración. Una advertencia hecha carne.

Mis labios respondieron antes de que pudiera pensar. Antes de que pudiera huir. Como si mi alma, traicionera, hubiera estado esperando ese contacto desde el inicio de los tiempos.

Mis manos volaron a su nuca. Hundí los dedos en su cabello blanco, sujetándolo con la desesperación de quien se ahoga y encuentra oxígeno por primera vez. Y cuando lo escuché gemir —un sonido bajo, gutural, primitivo— algo en mí se rompió. O tal vez se liberó.

Lucien me devoraba. No con ternura, sino con una necesidad brutal, como si necesitara arrancarme cada recuerdo, cada respiro, cada defensa. Su lengua encontró la mía con precisión letal. Sus manos bajaron por mi espalda como si buscaran la marca que me unía a él… o que lo condenaba a mí. Y yo… no quise detenerlo.

Pero fue él quien se apartó. De golpe. Como si besarme fuera un peligro que no se atrevía a cruzar del todo… todavía. Sus ojos brillaban, oscuros y dorados, llenos de una lujuria contenida que me hizo temblar. Y entonces habló. Con voz baja. Áspera. Cruel.

—Serás mía, Kelyra. Pero no ahora. No así. —Se acercó lo suficiente como para rozar mis labios con su aliento, sin tocarme—. Primero… tendrás que suplicármelo. Y lo harás.

Se giró. Caminó hacia la puerta como si nada en él estuviera roto. Como si el beso no hubiera sido un incendio. Como si yo no estuviera temblando. Y antes de cruzar el umbral, sin mirarme, murmuró:

—No esperes compasión de un demonio. Los demonios no lloran. Los demonios toman.

Y desapareció.

Me quedé allí. Temblando. Con el pulso desbocado. Con los labios ardiendo. Quemándome con el deseo no consumado. La furia no resuelta. El fuego que no dejaba de rugir bajo mi piel. No sabía si amarlo o destruirlo. Pero entendía, con cada latido, que ese juego apenas comenzaba.

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