LUCIEN
La primera vez que esta versión de Kelyra me miró… no vi lo que esperaba.
No vi la sumisión de otras vidas, esa mirada rota que se arrodillaba ante el deber impuesto por la sangre. No vi la niña que lloraba entre ruinas, ni la joven que alguna vez me suplicó entre sollozos que no se la llevaran. No vi las lágrimas, ni el miedo, ni siquiera la curiosidad. Esa vez, no hubo temblor. No hubo rastro del alma quebrada que conocí siglos atrás.
Vi rabia.
Vi hambre.
Una chispa que no había sentido en siglos —no desde la guerra negra, no desde la última vez que su fuego se apagó entre mis brazos—. Fue como un latigazo seco contra el pecho. Como si algo muy antiguo dentro de mí, algo que creía petrificado, se hubiese quebrado con el peso de su mirada.
Hay fuego en ella.
Una llama salvaje que ni el infierno podría apagar. Lo noté en la forma en que sus pupilas se clavaron en mí con desprecio. En cómo sus labios se fruncieron con la furia contenida de quien ha sido arrancada del mundo que le pertenecía. Su cuerpo entero temblaba de indignación, y sin embargo, se mantenía de pie. Desafiante. Orgullosa. Viva.
Ese fue el instante exacto en el que supe que el juego acababa de comenzar. Y que no sería yo quien dictara las reglas. No esta vez.
Algo en ella es distinto. Más terrenal. Más libre. No debería gustarme… pero me gusta. Me arrastra. Me pone a prueba. Me recuerda todo lo que soy, y todo lo que alguna vez quise destruir.
Desde el instante en que su alma despertó, lo sentí. El eco del pacto retumbó en mis huesos antes siquiera de que su piel rozara la mía. La marca se encendió con una violencia que me obligó a retroceder. Era como si el universo entero nos hubiera vuelto a atar sin preguntar, como si los hilos del destino se hubieran trenzado a la fuerza sobre nuestras gargantas.
No era un pacto cualquiera. No esos acuerdos vacíos que uno hace con criaturas desesperadas, sedientas de poder o de redención. No.
Este era un pacto primigenio. Uno que nunca elegí romper. Uno que me prometí no volver a activar. Y sin embargo, Kelyra lo hizo. Sin saberlo. Sin nombrarme. Con un grito. Con una lágrima. Con esa rabia que brota del fondo de los huesos y arde como un conjuro antiguo.
Y no fue el pacto lo que me estremeció.
Fue su mirada.
No me reconoció. No como amante. No como enemigo. No como dios ni como monstruo. Me miró como quien observa un abismo que invita a saltar. Y ella... estaba tentada.
Ese instante me cambió.
Porque entendí que no estaba frente a una simple humana reencarnada. No era una doncella en peligro, ni una hechicera desmemoriada a la que debía proteger. Estaba frente a un incendio. Uno nuevo. Uno que no llevaba mi nombre escrito... pero sí mis cicatrices. Y los incendios no se domestican. Se respetan. O te consumen.
Desde entonces la observo. En cada sombra, en cada aliento, en cada rastro que deja cuando cree que nadie la mira. No por vigilancia. No por deber. Por necesidad. Porque algo dentro de mí —algo que no me pertenece del todo— la busca sin tregua.
La otra noche, mientras dormía entre las sombras del castillo, me acerqué. No la toqué. No me atreví. Sólo la observé.
Respiraba agitada, como si incluso en sueños peleara contra fantasmas sin rostro. Tenía el ceño fruncido, y los labios entreabiertos dejaban escapar suspiros rotos, como si cada exhalación arrastrara la carga de cien vidas pasadas. Su cuerpo, aún cubierto de polvo y heridas, brillaba con una luz que no provenía de este mundo.
Y entonces la vi de verdad.
Su cabello, más oscuro que en vidas anteriores, caía en ondas gruesas sobre la almohada. A veces lo recoge en un moño descuidado, sin saber cuánto me irrita que no lo deje suelto. Es indómita hasta en eso. Su piel tiene un tono más cálido que antes, como si el sol aún la buscara incluso en la penumbra. Y esas gafas… maldita sea. Esas gafas deberían hacerla parecer vulnerable. Pero no, se ve extremadamente sexy. En ella, todo se convierte en una declaración de poder.
Y su voz… Es más grave. Más firme. Cada palabra que pronuncia es un reto. Cada silencio, una amenaza.
Esta Kelyra no llora. Esta Kelyra exige.
Y lo peor —o lo mejor— es que su alma me recuerda. Aunque su mente siga luchando con todas sus fuerzas. Aunque me odie. Aunque grite. Aunque se resista.
Su cuerpo me responde con una vehemencia brutal. Cada vez que me acerco, incluso cuando está llena de rabia, tiembla. Su pulso se acelera. Sus pupilas se dilatan. Sus labios tiemblan apenas un segundo antes de endurecerse de nuevo.
Esta Kelyra… me hará sangrar.
Y por eso, quizás, aún no me atrevo a tocarla del todo. Porque no quiero que se rinda. Quiero que pelee. Que me enfrente. Que me obligue a arrodillarme. Porque solo así, solo entonces, sabré que lo nuestro no fue una repetición… sino un renacimiento.
A veces la escucho hablar sola. Cree que nadie la oye. Se para frente a los espejos del castillo y murmura palabras que no son de este tiempo. Algunas veces los espíritus le responden. Otros la observan desde el otro lado del velo. Algunos la reconocen. Otros la temen. Nadie puede verla y no reaccionar. Ni siquiera yo.
La escuché gritarme aquella noche: “Devuélveme a Abadon Hills”.
Y en su voz, rota por la furia, hubo un lamento que me atravesó como una daga. Por un segundo, me sentí culpable. Pero la culpa es un lujo que hace siglos dejé de permitirme.
No fui yo quien la eligió. Fue el fuego. Fue la marca. Fue el destino que jamás pudimos romper del todo.
Podría encerrarla. Podría sellar todas las puertas del castillo, encadenarla en mis habitaciones más profundas, rodearla de comodidades, cubrirla con caricias y promesas vacías. Pero no quiero eso. No con ella.
Quiero verla romper cada jaula. Quiero que me grite en la cara, que maldiga mi nombre con cada aliento, que me empuje contra las paredes si es necesario. Quiero que me odie si eso la mantiene viva. Quiero que luche, hasta que no le quede otra opción que rendirse. No por miedo. Ni por deseo. Sino porque finalmente entienda que su alma y la mía están unidas por algo que trasciende este infierno, este castillo, este maldito universo.
Quise olvidarla. Lo juro.
En otras vidas, la he perdido tantas veces que juré no buscarla más. Pero ella siempre vuelve. Reencarnada. Desmemoriada. Indómita. Y yo siempre… siempre la reconozco.
Esta vez, me prometí no repetir la historia. No caer en la misma espiral de muerte, pasión y arrepentimiento. No amarla. No tocarla. Pero entonces, en medio del caos, supe que era tarde. Su fuego despertó el mío. Y ahora… Ahora ya no sé si quiero extinguirla. O arder con ella.