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CAPÍTULO 16: El juicio de la sangre

KELYRA

Lucien no volvió a hablarme después de lo que sucedió en los corredores prohibidos. Pero su silencio pesaba más que cualquier grito. En el castillo, todo ardía con una nueva tensión: los demonios bajaban la mirada cuando pasaba, los susurros se multiplicaban en cada sala. Y mi piel... ardía.

Desde aquella noche, algo se había encendido en mí. No era solo deseo. Era como si una fuerza antigua me recorriera las venas, como si su marca me reclamara de una forma que no entendía. 

Esa mañana, decidí hacer algo que probablemente me costaría caro. Entré en la biblioteca prohibida. Las puertas estaban cerradas con una cadena negra, forjada en fuego demoníaco. Pero cuando posé la mano sobre ella, el metal se volvió tibio. Luego líquido. Y se deshizo entre mis dedos como si me reconociera.

—¿Qué… demonios? —susurré.

Dentro, el aire era más frío que en el resto del castillo. Polvo de siglos danzaba entre los estantes infinitos. Y en el centro, un pedestal. Una piedra rota. Un libro encadenado con runas.

Lo toqué. Y todo cambió. Imágenes se clavaron en mi mente como cuchillas: un ritual, un fuego sagrado, una mujer idéntica a mí gritando el nombre de Lucien mientras un círculo de sangre la rodeaba. Luego, besos que dolían. Garras. Promesas eternas. Traición. Caí de rodillas.

—¿Quién soy…? —susurré.

Detrás de mí, una voz familiar. Grave. Seca.

—La que firmó un pacto conmigo hace mil años.

Me giré. Lucien estaba allí. Sus ojos brillaban con esa furia dorada que me asustaba tanto como me atraía.

—¿Qué hiciste? —preguntó, caminando hacia mí. Su voz era un cuchillo de seda.

—No lo sé. Toqué el libro. Vi cosas. A mí misma. A ti…

—Lo reactivaste.

—¿Qué?

Se agachó frente a mí. Sus dedos apenas rozaron mi mejilla, pero fue suficiente para que el fuego regresara. Ese fuego antiguo, que me quemaba la piel desde dentro.

—La marca que llevas no es solo un sello. Es un juramento.

—¿Un juramento de qué?

Lucien apretó la mandíbula. Bajó la mirada. 

—De amor. De poder. De destrucción. Tú eras mía, Kelyra. Lo fuiste en otras vidas. Lo serás en esta.

Me incorporé, tambaleándome.

—¿Y si no quiero?

—No puedes romper lo que sellas con sangre.

Me acerqué. Mi cuerpo temblaba, pero no me detuve.

—Entonces lo quemaré todo. Este castillo, tu mundo, a ti.

Lucien sonrió. Una sonrisa oscura, peligrosa.

—Eso dijiste la última vez. Justo antes de amarme hasta perder el alma.

Y luego, como si el mundo se inclinara hacia el abismo, él susurró:

—¿Quieres saber por qué no puedes huir de mí?

—Ilumíname.

Se acercó. Su aliento en mi oído. Su voz hecha lava.

—Porque tú me invocaste, Kelyra. El día que deseaste venganza contra los dioses. Yo nací de tu furia. Y tú… naciste para arder conmigo.

Lucien me condujo a través de pasillos que no había visto antes. Murales cubiertos de ceniza se alzaban a ambos lados, con relieves que respiraban. Figuras atrapadas en la piedra me seguían con los ojos. 

—¿Dónde estamos? —pregunté.

Lucien no respondió.

Lo hacía a menudo. Esa maldita costumbre suya de no responderme, de dejar que la tensión me horadaba los huesos. Solo cuando llegamos a las puertas negras, flanqueadas por estatuas de ángeles decapitados, habló:

—Este es el lugar donde se decide si vives… o te conviertes en parte del castillo.

Mi estómago se encogió.

—¿Qué…?

—El juicio de la sangre. No puedes portar una marca como la tuya y andar por este mundo sin pagar un precio.

Me giré para enfrentarlo.

—¿Un juicio? ¿Por qué? ¿Porque toqué un libro?

—Porque reactivaste el pacto —dijo, sin inmutarse—. Porque volviste a despertar al alma antigua que habita en ti. Y ahora, las antiguas leyes deben aplicarse.

Me reí, amarga.

—¿Y qué pasa si me niego?

Lucien bajó la mirada hacia mí, y en su rostro se dibujó esa expresión de piedad mezclada con lujuria que me perturbaba profundamente.

—No puedes.

Las puertas se abrieron solas. Una sala circular se alzaba al otro lado, hecha completamente de huesos blanqueados. En el centro, un trono de espinas y un círculo grabado en el suelo, con símbolos que latían como carne viva.

Tres figuras encapuchadas esperaban.

—¿Quiénes son?

—Los jueces del pacto. Te juzgarán según tu sangre, tus recuerdos, y tu deseo.

—¿Y si no tengo recuerdos?

Lucien me miró. Su voz fue un susurro.

—Entonces lo juzgarán de otra manera.

Me hicieron entrar al círculo. Las runas brillaron en rojo. Un calor pegajoso trepó por mis piernas hasta enroscarse en mi columna vertebral.

—Kelyra —dijo uno de los jueces, con una voz femenina, etérea, casi dulce—. Hija del pacto antiguo. Portadora del fuego sellado. ¿Te entregas al juicio?

—No.

Los tres se rieron. El sonido me hizo sangrar los oídos.

—No tienes opción.

La segunda figura alzó una mano. Algo me golpeó en el pecho. No físicamente. Era como si quisiera abrir una puerta dentro mi a la fuerza.

Vi imágenes. Una tras otra.

Yo, en otra vida, sellando un pacto con Lucien. Desnuda, sobre un altar. Mi sangre mezclándose con la suya. Un beso que me rompía los huesos. Yo, encendiendo una guerra. Liderando ejércitos. Yo, arrodillada ante los jueces, una y otra vez, en otras vidas. Siempre aceptando. Siempre deseando. Y Lucien. Siempre Lucien.

El demonio que elegí. El monstruo que me amó. El castigo que me excité en desatar.

—¡Basta! —grité, llevándome las manos a la cabeza, el dolor era insoportable.—No pongas cosas en mi mente que no son mías.

El tercer juez habló, con voz grave como un trueno.

—Pero pequeña acaso no te das cuenta. ¿Eres la misma mujer?

—No. Yo… no soy ella. ¡Yo no soy ella!—grité.

—¿Pero sientes lo mismo?

No respondí.

La voz de Lucien se oyó detrás de mí, suplicante.

—Mírame, Kelyra.

Lo hice. Sus ojos no eran crueles. Eran… ardientes.

—Diles la verdad —me dijo—. ¿Qué sientes cuando estoy cerca?

No respondí.

—¿Qué sientes cuando toco tu piel?

Su mano tomó mi nuca, una caricia lenta como si quisiera aliviar mi sufrimiento.

Yo jadeé.

Los jueces murmuraron entre ellos.

—El deseo sigue vivo —dijo uno.—Es algo obvio.

—La sangre la reconoce —dijo otro.

—Entonces debe pagar el precio.

Un cáliz fue traído. Hecho de huesos fundidos. El juicio tenía una ofrenda.

—Tu sangre —dijo el juez—. Si te rebelas, si niegas el pacto, beberemos tu fuego y lo dividiremos entre nosotros. Tu alma quedará fragmentada. Y desaparecerás para siempre, no quedará nada para reencarnar nunca más.

Tragué saliva, sintiendo cómo algo en mi interior se quebraba.

—¿Y si lo hago? —pregunté, con la voz temblando más de lo que quería admitir.

Lucien no respondió de inmediato. Dio un paso, luego otro, hasta que lo sentí detrás de mí, su aliento acariciando la curva de mi cuello como una amenaza seductora.

—Entonces renaces —murmuró, su tono bajo—. Tu esencia pasada tomará posesión de lo que eres ahora. Y el pacto... el pacto se sellará de nuevo. Esta vez... sin escapatoria.

Cerré los ojos un instante. 

—¿Y tú qué ganas? —pregunté, girándome hacia él con una rabia que apenas lograba contener.

Él me sostuvo la mirada. 

—Al alma de mi amor —dijo.

Y en ese instante… el mundo pareció detenerse.

Su honestidad me paralizó. Me dolió. Porque lo dijo como quien confiesa un crimen que volvería a cometer. Y lo peor… lo peor fue que algo dentro de mí quiso rendirse. No por sumisión. Sino por ese abismo maldito que solo él sabía despertar en mí. Por esa nostalgia que no me pertenecía, pero me dolía como si fuera mía.

—Entonces… —susurré, con un nudo en la garganta— yo no soy más que un recipiente. ¿Un envase vacío, una carne prestada para el alma que anhelas volver a poseer?

Vi el destello en sus ojos. Vi cómo mi verdad lo atravesaba como una lanza envenenada. Pero no lo negó. No pudo.

—Hazlo —susurró Lucien, tomando mi mano con una ternura que ardía acercándola al cáliz.—. Sé mía… de nuevo.

Su voz era una plegaria y una orden. Una súplica y una sentencia. Me guió los dedos, temblorosos, hacia ese maldito cáliz que ardía con la promesa de una vida que yo no recordaba… pero que él parecía no haber olvidado jamás.

Y entonces, algo en mí gritó.

—¡No!

Mi grito fue un estallido. Un rayo. Un fuego que me partió por dentro.

Con un gesto furioso, empujé el cáliz. Lo vi volar, girar en el aire, hasta estrellarse contra el suelo de piedra con un sonido seco, brutal. El líquido oscuro se derramó como sangre profanada entre las grietas del suelo.

—¡No voy a desaparecer! —grité, con las manos cerradas en puños, temblando—. ¡No para que tú obtengas lo que quieres! No para ser reemplazada por un eco de mí misma. ¡Jamás permitiré que un alma corrupta invada mi cuerpo!

Lucien no se movió. No dijo nada. Pero algo en él se quebró. Lo vi. Lo sentí. Y por primera vez… supe que lo había herido. Y aun así, no me arrepentí. Porque no era amor si debía borrar quien soy para conservar lo que fuimos.

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