KELYRA
Lucien no volvió a hablarme después de lo que sucedió en los corredores prohibidos. Pero su silencio pesaba más que cualquier grito. En el castillo, todo ardía con una nueva tensión: los demonios bajaban la mirada cuando pasaba, los susurros se multiplicaban en cada sala. Y mi piel... ardía.
Desde aquella noche, algo se había encendido en mí. No era solo deseo. Era como si una fuerza antigua me recorriera las venas, como si su marca me reclamara de una forma que no entendía.
Esa mañana, decidí hacer algo que probablemente me costaría caro. Entré en la biblioteca prohibida. Las puertas estaban cerradas con una cadena negra, forjada en fuego demoníaco. Pero cuando posé la mano sobre ella, el metal se volvió tibio. Luego líquido. Y se deshizo entre mis dedos como si me reconociera.
—¿Qué… demonios? —susurré.
Dentro, el aire era más frío que en el resto del castillo. Polvo de siglos danzaba entre los estantes infinitos. Y en el centro, un pedestal. Una piedra rota. Un libro encade