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CAPÍTULO 14: Las reglas del infierno

KELYRA

Las puertas prohibidas no estaban cerradas con llave.

Eso fue lo primero que pensé cuando, en mitad de la noche, encontré aquel pasillo lateral sin guardias, sin fuego mágico, sin advertencias escritas en sangre. Solo piedra antigua, aire helado y un silencio tan espeso que dolía respirarlo. Como si el castillo me estuviera dando permiso. O desafiándome.

Había dicho que me marcharía. Que huiría. Y lo intentaría.

Caminé con paso sigiloso, envuelta en una capa que robé del guardarropa de Lucien. El tejido aún olía a él, lo cual me irritaba más de lo que debería. Bajé escaleras ocultas, crucé galerías donde los espejos susurraban nombres que no quería oír. Y finalmente llegué a una sala subterránea, en ruinas, donde el mármol se mezclaba con oscuridad viva.

Y allí estaba él.

No Lucien.

Otro.

Un hombre alto, de piel de bronce bruñido, torso desnudo, alas de obsidiana que parecían latir con vida propia. Ojos como carbones encendidos. Una sonrisa que mentía mejor que cualquier palabra. Estaba recostado en un trono de piedra roto, como si el infierno le hubiese tallado un asiento a su medida.

—¿Y tú eres la prometida del rey caído? —preguntó, sin levantarse, observándome con un brillo afilado—. Pensé que tendrías más… presencia.

No respondí. Retrocedí un paso. Pero su voz me siguió, serpenteando por mi nuca.

—¿O acaso vienes a buscar otra salida? —dijo, inclinando la cabeza con lentitud demoníaca—. Una alternativa. Una elección.

Dio un paso hacia mí.

El suelo crujió bajo su andar, como si el mundo se tensara con cada movimiento.

—Lucien no es el único que conoce el sabor de las almas antiguas. —Sus ojos descendieron hasta mi pecho—. Y la tuya... huele a reencarnaciones, a fuego, a promesas no cumplidas. Deliciosa. Mis preferidas.

—No me toques —escupí, con la voz firme, aunque el corazón me palpitaba como un tambor de guerra.

—Pero si has venido hasta mí, pequeña niña. Si has bajado por la puerta prohibida. ¿No es eso una invitación? —Y entonces sonrió—. No todos los demonios esperan por ti como Lucien. Algunos… simplemente toman.

Se abalanzó.

Rápido como el hambre. Sus manos me apresaron los brazos, me empujó contra una columna rota y bajó la cabeza hasta mi cuello. Su aliento era caliente, dulzón, venenoso. Su poder… antinatural.

—¡No me toques! —grité, girando la cara con asco, mientras me debatía contra su agarre—. Te… te envío al infierno, demonio, ¡en el nombre de Dios todopoderoso!

El demonio soltó una carcajada tan ronca y grave que pareció arrastrarse por las paredes. Tenía un dejo burlón, casi divertido, como si acabara de escuchar el mejor chiste del mundo.

—¿Dios? —repitió entre risas, con los colmillos brillando bajo la luz roja del corredor—. Ay, preciosa… ¿crees que Dios visita estos rincones del mundo? Esto es el infierno. Él ni siquiera contesta las llamadas de este lado.

Su mano se deslizó a mi cuello, y el contacto fue como un hierro candente. Pude olerlo: azufre, cuero viejo, y algo más... como almizcle podrido. Su voz se volvió un susurro cargado de perversión.

—Vas a gritar —prometió, con una dulzura repugnante—. Vas a romperte la garganta, muñeca. Pero aquí nadie tiene la cortesía de salvar a las niñas que juegan a ser valientes.

Tragué saliva. Intenté patearlo. Forcejear. Nada. Su fuerza era antinatural. Y aunque su sonrisa era de las que podría encantar a una virgen o a una loca, su mirada estaba vacía. Vacía y hambrienta.

—¡Aléjate de mí, hijo de puta! —escupí, más por rabia que por valentía.

—Oh, me encanta cuando dan pelea. Más divertido cuando las hago suplicar. Dilo otra vez, nena. Ruega un poquito…

Pero no llegó a escucharme. Porque el suelo estalló.

Lucien.

Emergiendo del resplandor, con las manos envueltas en fuego azul y la mirada encendida en furia. Su capa ondeaba, negra y larga como alas de cuervo. Sus ojos —infiernos congelados— me buscaron. Me envolvieron. Y en ellos no había compasión. Solo destrucción.

Su aura era una tormenta viva. No caminaba, se deslizaba, con la oscuridad cediendo a su paso. Su rostro… no era el de un rey. Era el de un dios furioso. De un demonio sin compasión. Las alas extendidas. Las manos cubiertas de runas. Los ojos dorados y salvajes.

—Te advertí que ella era intocable —rugió, con una voz que hizo temblar el techo.

El demonio menor escupió sangre negra. 

Una luz blanca, violenta, se abrió paso entre las piedras del pasillo como una grieta de lava. Un zumbido grave y eléctrico me atravesó el pecho. El demonio chilló. Literalmente chilló, como un cerdo prendido fuego.

Un segundo después, su cuerpo salió volando. Atravesó el aire como un muñeco de trapo y chocó contra la pared con un ruido espeluznante, mezcla de hueso quebrado y carne triturada. Cayó al suelo hecho un montón de sombras humeantes.

Yo también caí. Las piernas me flaquearon y mis pulmones buscaron aire con desesperación. Jadeé. El mundo giraba. El corazón me latía en los oídos. Y entonces lo vi.

—¿Te tocó? —preguntó, sin apartar la mirada del demonio agonizante, cuya silueta se retorcía como una cucaracha bajo ácido.

—Lo intentó —logré decir con voz quebrada.

Lucien alzó una mano.

El cuerpo del demonio comenzó a convulsionar. Un alarido desgarrador llenó el aire. Un fuego pálido, casi plateado, lo envolvió. No como llamas… como un castigo. Como si cada pecado suyo se encendiera desde adentro.

—¡Por favor, mi señor! —suplicó la criatura, gimiendo—. ¡Yo no sabía que era tuya!

—Exacto. No sabías. Pero la tocaste igual —murmuró Lucien, con voz baja, peligrosa—. Y ahora vas a desear no haber nacido. Aunque en realidad... nunca lo hiciste, ¿verdad?

Chasqueó los dedos. El demonio se disolvió.

No ardió. No explotó. Simplemente se convirtió en polvo. Un grano por cada pecado. Y el viento lo arrastró.

Lucien se volvió hacia mí. Su rostro seguía tenso, los pómulos marcados por la rabia contenida. Su mandíbula se apretaba con cada respiración. El fuego aún le ardía en las pupilas. Su respiración era irregular. Sus manos aún temblaban. Caminó hacia mí, despacio, como si no confiara en sí mismo.

—¿Qué parte de “no salgas a explorar” fue la que no entendiste?

—No estaba explorando. Yo...Yo quería escapar —confesé, con orgullo estúpido.

—¿Escapar? —repitió. Se inclinó hacia mí. Sus labios rozaron mi oído, como si su voz fuera un castigo íntimo—. ¿Y caer directo en las garras de un demonio en celo era parte de tu brillante plan?

—¡No sabía que ese pasillo era una trampa de muerte!

—Lo era. Todo este castillo lo es. Lo diseñé así por una razón. No para ti. No hasta que decidiste hacerte la heroína de tu propia historia sin entender en qué libro estás.

Me empujó con suavidad hacia él. Su pecho tocó el mío. Pude oír el latido de su corazón. Si es que tenía uno.

—No eres nadie aquí —susurró—. Solo mía. Solo mi problema, mi carga, mi maldición. Y si alguien te vuelve a tocar sin mi permiso, lo despedazaré célula por célula. ¿Está claro?—dijo. No era una pregunta. Era una sentencia cargada de furia.

Quise responder. Gritar. Maldecirlo. Pero entonces dijo: 

—Estás sangrando.

—Estoy bien —mentí.

—No lo estás.

Se arrodilló frente a mí, sus manos se posaron en mis muslos, abiertas, protectoras. Su poder me envolvió como una manta caliente. 

—Te advertí —murmuró, la voz más baja, más oscura—. Que este lugar no es seguro. Que solo estás a salvo si estás conmigo.

—¿Y tú crees que eso me hace sentir mejor? ¿Que eres el menor de los males? —lo desafié, alzando la mirada—. Me tienes aquí encerrada como una prisionera. ¿Y esperas que te agradezca por salvarme?

Lucien alzó el rostro. Se acercó. Su boca rozó la mía. Un roce. Nada más. Pero bastó para incendiarme por dentro.

—No te salvé por compasión —dijo contra mis labios—. Te salvé porque eres mía. Y nadie —nadie— te toca sin mi permiso.

—¿Y tú sí? —susurré, llevada por la furia, por el temblor de su cercanía, por mi cuerpo que lo odiaba y lo buscaba al mismo tiempo.

Lucien me tomó del rostro. Su pulgar acarició mi mejilla con un gesto cruelmente tierno.

—Yo te tocaré cuando tú me supliques que lo haga. —Su voz era humo y cuchillas—. Cuando tu cuerpo me ruegue más que tu orgullo.

—Entonces no lo harás nunca—Susurré.

El curvó el labio con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Y entonces me besó. Feroz. Impaciente. Como si me estuviera reclamando. Yo debí apartarlo. Golpearlo. Gritarle. Pero en vez de eso… mis manos volaron a su nuca. Hundí los dedos en su cabello blanco. Lo acerqué. Y lo oí gemir.

El sonido me rompió. Era placer. Era dolor. Era mil vidas colapsando en un segundo.

Entonces él se alejó de golpe. Respirando hondo. Sin mirarme.

—No hoy —murmuró, dándose la vuelta—. No cuando aún no sabes si me amas o me odias.

Caminó hacia la salida. Pero antes de desaparecer, volvió el rostro hacia mí.

—Lo único que debes recordar, Kelyra, es esto: en el infierno, las reglas las escribo yo. Y tú… ya estás jugando mi juego.

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