KELYRA
Desperté en una habitación que parecía construida para alguien que no duerme.
El techo abovedado era de cristal negro y mostraba un cielo extraño, tachonado de estrellas que se movían como si tuvieran voluntad propia. Las cortinas eran de terciopelo oscuro, pesadas, como si intentaran retener los secretos que las paredes ya no podían contener. Y todo estaba en silencio. Un silencio que no era vacío, sino expectante.
Algo… me observaba.
No era Lucien. No esta vez.
Me senté en el borde de la cama. La tela bajo mis dedos era suave, demasiado perfecta para haber sido tejida por manos humanas. Frente a mí, un espejo ovalado colgaba en la pared. No me reflejaba. Al menos no como yo esperaba.
La figura que vi tenía mi rostro, sí, pero sus ojos brillaban en violeta profundo, como llamas atrapadas en cristal. La piel parecía más clara, casi luminosa. Y alrededor del reflejo, flotaban símbolos antiguos… runas que reconocía sin haberlas aprendido nunca.
—¿Qué eres? —susurré.
Y el reflejo… sonrió.
Me alejé, temblando. Mi respiración era errática. La marca en mi muñeca latía como un segundo corazón. Algo en mi interior estaba cambiando, como si una cerradura invisible acabara de abrirse. Sentía el calor recorrerme desde dentro. Un calor vivo, poderoso… salvaje.
Caminé por la habitación hasta la puerta. No había cerrojos. No necesitaban encerrarme. El Reino Sombrío parecía saber que yo no me atrevería a huir… aún.
Al salir, los pasillos me recibieron con su arquitectura imposible: paredes que susurraban, techos que respiraban, sombras que se estiraban al ritmo de mis pasos. Me sentía una intrusa en un lugar que, contradictoriamente, me conocía demasiado bien.
Al fondo, distinguí una puerta entreabierta. El interior estaba iluminado por antorchas de fuego azul. Entré sin pensar. Era una sala de espejos. Pero no reflejaban mi cuerpo. Reflejaban… fragmentos de vidas pasadas.
En uno, me vi vestida de oro, coronada como reina de un imperio que nunca existió. En otro, caía al vacío entre columnas rotas, con una espada negra en la mano y el nombre de Lucien gritado en mis labios. Y en otro más… era fuego. Solo fuego. Con ojos como los de ahora y alas hechas de luz violeta. Cerré los ojos. No quería verlo. Pero era imposible evitarlo. Porque dentro de mí, algo despertaba.
—Estás viendo lo que siempre fuiste —dijo una voz a mis espaldas.
Me giré de golpe. Frente a mí, había una criatura encapuchada, alta y delgada, con brazos largos y dedos como ramas negras. Su rostro estaba cubierto por una máscara de plata sin boca ni ojos, pero podía sentir su mirada perforándome el alma.
—¿Quién eres?
—Un guardián de memorias. Mi deber es mostrarte… lo que él no quiere que recuerdes tan pronto.
—¿Lucien?
La criatura no respondió. Caminó hasta uno de los espejos y alzó la mano. La superficie tembló, y entonces vi una escena: una mujer idéntica a mí, vestida de blanco, caminando hacia un trono de huesos y obsidiana. Y en ese trono… Lucien, coronado como rey, con alas intactas. Ella se arrodillaba. No por sumisión, sino por pacto.
—¿Qué es esto? —susurré.
—Una de tus primeras vidas. Cuando aún tenías tus alas. Cuando aún no habías sido rota.
La visión desapareció.
El guardián se volvió hacia mí y alzó la mano. De su palma brotó una luz violeta, idéntica a la que sentía nacer en mi interior.
—Ese fuego que sientes arder dentro… no es humano, Kelyra.
La voz del guardián resonó como un eco antiguo, vibrando contra las paredes vivas del salón de espejos.
—Tú no eres humana. Nunca lo fuiste.
Mi cuerpo se tensó.
—¿Qué… estás diciendo?
Él alzó la mano, y una esfera de luz violeta flotó entre sus dedos huesudos.
—Tienes sangre de luz... y oscuridad. Eres el punto de convergencia. Una herencia imposible. Una anomalía divina. Eres única. Y por eso mismo... eres peligrosa.
Las palabras cayeron como una sentencia.
—Tus memorias fueron selladas por miedo, no por protección. Tu madre huyó porque sabía lo que eras. Y Lucien… Lucien no te ama por nostalgia. Te retiene por temor. Porque si llegas a despertar por completo… ni él podrá controlarte.
Sentí que el mundo se quebraba bajo mis pies. Una ráfaga de calor estalló en mi pecho, subiendo por mi garganta. La marca en mi muñeca empezó a brillar como un sol interno, tan violento que la piel se me abrió con grietas de luz. Una línea de fuego cruzó el aire.
—¡No! —grité, pero mi voz se deshizo entre el estruendo de lo que despertaba.
El aire tembló.
Cenizas empezaron a flotar, como si el tiempo mismo ardiera. Los espejos vibraron. Uno estalló con un grito agudo, dejando fragmentos suspendidos en el aire.
Y luego…
El fuego brotó de mí.
No como una llamarada común. Era fuego antiguo. Púrpura. Dorado. Vivo.
Una criatura sin forma, nacida de mi rabia, de mi miedo… de mi verdad.Las llamas me rodearon, pero no me tocaron. Yo era el centro del incendio. Yo era el incendio.
El suelo crujió bajo mis pies, rajándose como si el castillo se defendiera. El guardián retrocedió, sus ropajes ondeando con violencia.
—¡Contrólate! —rugió, por primera vez con miedo en la voz—. ¡O quemarás más que tus recuerdos!
Caí de rodillas. Jadeando. El corazón me golpeaba como un tambor de guerra invocando a los muertos. Mis manos chispeaban con luz líquida. Cada respiración era un relámpago contenido.
—¿Qué me está pasando? —gimoteé, con la garganta reseca y el alma ardiendo.
El guardián me observó desde la sombra. La máscara tembló ligeramente.
—Te estás despertando, Kelyra.
Una pausa. Y luego, más bajo… más grave:
—Y Lucien… lo sabe. Y lo teme. Porque cuando recuerdes quién eres de verdad… no lo amarás. Lo destruirás.
Me quedé en mi habitación, observando cómo los símbolos flotaban en el techo, girando como constelaciones secretas. Mis pensamientos eran un caos: ¿quién era yo?, ¿por qué él me eligió?, ¿qué es esta energía que me consume?
Y la pregunta más peligrosa de todas:
¿Qué pasará cuando recuerde todo… y ya no pueda amar a Lucien?
Porque en el fondo, temía descubrir que no era suya. Sino su enemiga.