KELYRA
El castillo no era una construcción. Era un eco. Un lamento petrificado. Un grito que alguien, alguna vez, encerró dentro de paredes demasiado viejas como para seguir sosteniéndose por voluntad propia. Pero lo hacía. Se mantenía en pie como si el odio fuera cemento. Como si la memoria de lo que había sucedido entre esos muros fuera suficiente para evitar que colapsara.
Yo no caminaba por sus pasillos, era devorada por ellos.
Las paredes respiraban. No de forma literal, claro. Pero había una pulsación constante, como si el castillo tuviera un corazón. Uno enfermo, retorcido, latiendo entre las piedras frías y los vitrales rotos. Cada vez que me detenía, podía escuchar un murmullo. No eran voces humanas. Eran recuerdos. Fragmentos de dolor enquistados en los cimientos.
La escalera principal era una herida abierta. Los peldaños estaban gastados por pies que ya no existían. Las columnas estaban cubiertas de grietas que parecían grietas en un alma vieja. Y los ventanales... oh, los