El aire estaba demasiado frío para ser primavera, y aún así, algo más gélido que la brisa me recorría la espalda cuando lo vi salir de entre los árboles. Sus ojos, esos mismos que creía enterrados en el fondo de mi memoria, brillaban con la arrogancia de quien sabe que tiene el poder para destruirte con una sola palabra. Él. El hombre que creía muerto. El hombre que se había llevado mi pasado y parte de mí con él.
Mi corazón se aceleró, no por miedo, sino por una mezcla de ira y algo más oscuro, como si ese encuentro fuese la llave que abría todas las puertas que había cerrado a golpes. —No puede ser —susurré, mi voz un hilo quebrado—. ¿Cómo has llegado aquí?
Se acercó con esa sonrisa ladina que siempre me había irritado y que ahora me hacía temblar de rabia. —Aurora... Aurora, Aurora —repitió, acariciando el nombre como si fuera un secreto que disfrutaba revelar—. Pensé que no querrías verme nunca más, pero el destino tiene una forma muy particular de jugar sus cartas.
Lo miré, intent