Me quedé mirando el fuego que chisporroteaba en el centro de la sala, sus luces danzaban sobre las paredes de piedra, y en ese juego de sombras, mi mente se negaba a ceder. Había tomado una decisión, una que no me dejaba ni un resquicio de duda: me quedaría en la manada. Pero no sin condiciones. Y la primera era clara, directa, un desafío para los ancianos que me observaban en silencio desde sus asientos elevados.
—Quiero respuestas —dije, mi voz firme, sin temblar, aunque por dentro una tormenta de emociones amenazaba con desbordarse—. Sobre mi madre. Sobre lo que pasó con ella y esta maldita marca que llevo en la piel. No aceptaré más secretos ni medias verdades.
La sala se tensó en un instante, y la mirada del Alfa Kael fue un refugio para mí, ese apoyo silencioso que me sostenía cuando me sentía a punto de caer. Por primera vez, no me sentía tan sola.
El anciano más viejo, con arrugas profundas y ojos de un gris casi transparente, respiró hondo y comenzó a hablar. —Tu madre fue la