A veces, la verdad no llega como una revelación gloriosa. Llega como un eco. Como un susurro en el corazón. Una sospecha que ha estado ahí todo el tiempo, agazapada, esperando a que estés lo suficientemente fuerte para escucharla sin romperte.
Yo ya no me rompía fácil.
Después del ataque a la manada, después de salvar un cachorro con las manos temblorosas y la adrenalina aún latiéndome en las venas, algo en mí había cambiado. Se había endurecido. Se había levantado como una loba con la espalda recta y las cicatrices en alto.
Pero esa noche, frente al fuego ritual, no me sentía fuerte. Me sentía desnuda.
Y Kael lo sabía.
Él estaba sentado a mi lado, su calor recorriéndome la piel como una caricia muda. No hablaba. No hacía falta. El silencio entre nosotros estaba lleno de cosas no dichas: miedo, deseo, preguntas, promesas no hechas pero intuidas.
Alrededor del círculo de fuego, los ancianos entonaban un canto antiguo. Uno que no entendía, pero que me atravesaba. Como si las palabras ro