El dolor me consumía desde dentro, un fuego abrasador que no se apagaba ni con el frío de la noche ni con las hierbas que Kael insistía en poner sobre mi piel ardiendo. Era como si mi sangre se hubiera convertido en lava líquida, hirviendo y burbujeando en cada vena, y no podía encontrar un respiro. Caí enferma apenas horas después del enfrentamiento con aquel hombre del pasado, y ahora la casa se había transformado en una prisión de sombras y susurros.
Kael estaba allí, siempre allí. Su presencia era un cuchillo de doble filo: me quemaba, me quemaba con su proximidad y al mismo tiempo me daba fuerzas para no rendirme. No sabía si era su calor o su necesidad de protegerme lo que mantenía vivo un pequeño rescoldo dentro de mí.
“¿Quieres que te traiga más agua?” Su voz era baja, casi un murmullo, como si temiera que un sonido más fuerte me rompiera en pedazos.
Intenté girar la cabeza hacia él, aunque la fiebre me hizo sentir como si el mundo girara a mi alrededor. Sus ojos, intensos y l