El reloj del despacho marcaba las nueve de la mañana. La luz gris del cielo filtrada por las ventanas altas apenas iluminaba los muebles oscuros. Ian estaba allí desde temprano, con las mangas de la camisa remangadas y el ceño fruncido sobre los documentos que su padre había dejado atrás. Llevaba días sumergido en papeles, asegurándose de entender cada detalle de las operaciones que ahora caían en sus hombros. No pensaba delegar nada. Richard podía esperar, y si tenía intenciones de tomar lo que no le pertenecía, tendría que pisar sobre terreno blindado o pasar sobre su cadaver.
Ni siquiera notó que Leonor había entrado hasta que el suave tintinear de la taza al posarse sobre la bandeja lo sacó de su concentración. Alzó apenas la vista. Ella estaba ahí, con las manos unidas al frente, apretadas, como si algo la inquietara.
—¿Se te ofrece algo más? —preguntó, sin demasiada intención de conversación.
Leonor dudó. Miró la taza, luego a él. No estaba segura de si debía hablar… pe