El sonido de los pasos era distinto. Más pausado, más pesado, como si cada movimiento estuviera medido. Leonor fue la primera en notarlo desde la cocina. Evaristo cruzó el vestíbulo con el ceño ligeramente fruncido, y Silvano, de brazos cruzados, parecía aún más incómodo que de costumbre.
—Hay visita —murmuró Leonor al pasar junto a Emma, que hojeaba un libro sin leerlo realmente—. Pero no cualquier visita.
Emma alzó la vista.
—¿Quién?
Leonor no respondió de inmediato. Solo la miró con ese gesto que ya Emma empezaba a reconocer como advertencia silenciosa. El tipo de mirada que decía más que cualquier frase.
—Alguien que no venía desde hace tiempo —añadió, antes de seguir su camino.
No tardó mucho en comprender a qué se refería. Cuando los pasos firmes cruzaron el umbral del salón, Emma levantó la mirada… y lo vio.
El hombre tendría poco más de cincuenta, tal vez menos, con el cabello bien peinado hacia atrás, una barba perfectamente cuidada y una presencia que llenaba