Luna Eterna había sentido un peso raro durante las semanas. A pesar de que había un silencio inquietante, nadie se atrevía a relajarse. La amenaza seguía latente, acechando desde algún lugar donde el aire se tornaba más denso y la luna parecía desvanecerse. El castillo completo se movía como si fuera un engranaje: estable, vigilante, listo para la guerra que estallaría eventualmente.
El entrenamiento se había vuelto una costumbre cotidiana. En el patio central, donde la nieve recién caída brillaba con la luz del sol de la mañana, Aria se desplazaba con una exactitud que semanas atrás no era posible. Sus golpes, que antes eran impulsados por la desesperación, ahora se ejecutaban con control. La luz dorada que emanaba de sus manos no estallaba sin previo aviso, sino que vibraba de manera contenida, como un corazón que aprende a latir con tranquilidad.
Raiden ajustaba su posición mientras Nerya y Eidan atacaban desde distintas direcciones, forzándola a defenderse sin perder el control d