El salón resplandecía bajo las luces doradas que pendían del techo como gotas de sol congeladas. Isabella se movía entre los invitados con la gracia ensayada de quien ha crecido en estos círculos, aunque cada sonrisa que ofrecía le costaba un esfuerzo sobrehumano. Su vestido negro se deslizaba como tinta líquida sobre su piel, y el discreto collar de diamantes que León había insistido en que usara —"para mantener las apariencias", había dicho— pesaba como un grillete en su cuello.
Desde el otro extremo del salón, podía sentir la mirada de León siguiéndola. Él conversaba con dos hombres de trajes impecables y expresiones calculadoras, pero sus ojos nunca la abandonaban por completo. Era su ancla y su prisión al mismo tiempo.
—Señorita Vega, ¿verdad? —La voz aterciopelada de un hombre la sobresaltó. Alto, de cabello plateado y ojos que parecían catalogar cada detalle de su rostro—. Marcos Herrera, director de operaciones de Aurora.
Isabella extendió su mano, recordando el papel que debí