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El vestido negro se deslizaba sobre mi piel como una segunda naturaleza, ajustándose a cada curva con la precisión de un guante de seda. Frente al espejo de la habitación de hotel, apenas reconocía a la mujer que me devolvía la mirada. El cabello, ahora teñido de un castaño oscuro, caía en ondas estudiadamente casuales sobre mis hombros desnudos. Los ojos, intensificados por un maquillaje que nunca habría elegido por voluntad propia, parecían pertenecer a otra persona.

—Perfecta —la voz de León resonó a mis espaldas, y nuestras miradas se encontraron en el reflejo—. Nadie reconocería a la hija del senador Vega en esta mujer.

Me giré lentamente, sosteniendo su mirada. León también había cambiado. El traje negro, impecablemente cortado, le confería un aire de sofisticada peligrosidad. Se había afeitado la barba de días, revelando un rostro más joven, casi vulnerable, si no fuera por la dureza permanente en sus ojos.

—¿Y quién se supone que soy esta noche, señor Blackwood? —pregunté, pro
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