El silencio tiene un sonido. Lo descubrí esta noche. Es como un zumbido agudo que se instala en los oídos cuando la quietud es tan absoluta que parece antinatural. Ese silencio fue lo primero que me alertó.

Estaba en mi habitación —ya no la consideraba una celda— cuando lo noté. La mansión de León siempre tenía algún sonido: el viento colándose por las ventanas, el crujido de la madera antigua, incluso el eco lejano de sus pasos por los pasillos. Pero ahora... nada.

Me incorporé en la cama, con el libro que estaba leyendo aún abierto sobre mi regazo. Algo no encajaba. Fue entonces cuando escuché los tres golpes secos en mi puerta, tan rápidos que casi parecían uno solo.

León entró sin esperar respuesta. Su rostro, normalmente impenetrable, mostraba una tensión que nunca había visto.

—Tenemos que irnos —dijo en voz baja, casi un susurro—. Ahora.

No preguntó si quería seguirlo. No me dio opciones. Y lo más perturbador fue que no las necesité.

—¿Qué ocurre? —pregunté mientras me ponía lo