La cabaña olía a humedad y abandono. Isabella cerró la puerta tras ellos, asegurándola con una vieja tranca de madera que apenas parecía capaz de resistir un empujón decidido. El lugar —poco más que cuatro paredes, un techo con goteras y algunos muebles desvencijados— se había convertido en su único refugio después de la emboscada.
León se desplomó sobre una silla que crujió bajo su peso. La mancha oscura en su costado se había extendido, y su rostro, normalmente impenetrable, mostraba líneas de dolor que intentaba disimular apretando la mandíbula.
—Necesito ver esa herida —dijo Isabella, acercándose con manos temblorosas.
—Estoy bien.
—No, no lo estás. —Su voz sonaba más firme de lo que se sentía—. Déjame ver.
León la miró con ojos entrecerrados, evaluándola. Finalmente, con un gesto de rendición, se quitó la chaqueta y levantó la camiseta ensangrentada. Isabella contuvo el aliento. La bala había abierto un surco profundo en su costado, un recordatorio sangriento de lo cerca que habí