El sonido del motor se apagó lentamente cuando Elio estacionó el auto frente a la mansión.
La noche estaba silenciosa, apenas iluminada por la luz tenue del portal.
Isaac dormía profundamente en el asiento trasero, con su pequeño rostro relajado, ajeno a la tormenta que se cernía sobre sus padres.
Elio bajó sin decir palabra, dio la vuelta al auto y abrió la puerta trasera. Con suavidad —quizás el único gesto tierno que aún quedaba en él esa noche— cargó a su hijo entre los brazos. Cristina lo observó desde la acera, sin atreverse a decir nada. Sabía perfectamente que él estaba furioso, y cualquier palabra suya solo empeoraría las cosas.
Entraron a la mansión. El eco de los pasos de Elio resonaba por el pasillo. Subió las escaleras sin mirarla, con el niño apoyado en su hombro.
Cristina lo siguió en silencio, su corazón latiendo rápido. Podía sentir la tensión en el aire, espesa, casi insoportable.
Al llegar a la habitación del niño, Elio lo acostó con cuidado sobre la cama.
Le acomod