La noche estaba fría y el sonido de las hojas al moverse acompañaba el silencio que había entre padre e hija.
Rubén y Aisel estaban sentados en los columpios del jardín de la mansión.
Aisel se mecía lentamente, sin mirarlo, mientras Rubén la observaba en silencio, intentando descifrar lo que pasaba por la mente de su hija.
El hombre tragó con dificultad, respiró hondo y dijo en voz baja:
—Hija, te traje aquí porque quiero hablar contigo.
Aisel siguió balanceándose, sin levantar la mirada.
—¿Puedo hacerte una pregunta, papá? —dijo con un tono de voz tímido.
Rubén negó suavemente con la cabeza y respondió:
—No, esta vez soy yo quien va a hacer las preguntas.
La niña bajó la mirada, resignada.
—Está bien, papá. Dime… —murmuró con voz baja, mientras las puntas de sus zapatos rozaban la tierra.
Rubén se levantó del columpio, caminó unos pasos y se giró para mirarla de frente.
—Aisel… sé que derramaste el vino sobre Cristina con intención —dijo con calma, pero con firmeza.
La niña no respon