Ángela, viendo que la tensión estaba a punto de romper el aire, intervino rápidamente. Se interpuso entre los dos hombres, actuando como el escudo de paz que siempre había sido.
—Ya basta, Enzo. El chico ya se disculpó —dijo ella con firmeza, y luego se giró hacia su hijo con una sonrisa dulce—. Rubén, estás pálido. Necesitas comer algo y tomarte algo para esa resaca. Ven, vamos a la cocina. Le diré a Juana que te prepare ese caldo que te gusta.
—No tengo hambre, mamá.
—No te estoy preguntando —insistió ella, tomándolo del brazo y tirando de él suavemente—. Vamos. Necesito que te recuperes.
Rubén se dejó llevar. Salir de la órbita de la mirada crítica de su padre fue un alivio inmediato.
Cruzaron el pasillo y entraron en la amplia cocina de la mansión. El olor a café recién hecho y a pan tostado era reconfortante, un recordatorio de tiempos más simples.
Ángela lo hizo sentar en uno de los taburetes de la isla central.
—Siéntate ahí. Voy a buscarte unas aspirinas y un vaso de jugo de t