—¿Qué estás haciendo con el vestido de Dulce? ¿Qué hiciste, maldita sea? —Kevin estaba desbordado por la furia. Leah solo pudo mirarlo; el miedo la paralizaba. Kevin no toleraba el silencio de nadie: de un movimiento rápido y sin contemplaciones agarró a Leah por los brazos y la levantó de la cama, estampando su pequeño cuerpo contra la pared. La tijera cayó al suelo. Ella sostuvo con fuerza los jirones del vestido; aunque asustada, no se dejó rendir del todo y comenzó a llorar.
—¿Cómo te atreviste a desobedecer mis órdenes? ¿Cómo te atreviste a faltar al respeto a la memoria de mi esposa? Eres una mujer tan estúpida —espetó Kevin, colérico. Se apartó un instante, solo para dar después un golpe que impactó con violencia en el rostro de Leah.
Leah quedó en completo shock. Las lágrimas no cesaban; su cuerpo temblaba de pavor. La desestabilización la invadió por completo: aturdida, sin recursos, sin saber cómo reaccionar. Era una mujer pequeña, aterrada y vulnerable en medio de una injusticia brutal. No entendía cómo aquel vestido había aparecido en sus manos en plena noche.
El golpe la dejó tambaleando. Las lágrimas corrían sin control y el corazón le latía con furia dentro del pecho. Su rostro reflejaba el miedo y la angustia más profundos; parecía no creer lo que acababa de ocurrir. El temor a lo que vendría la envolvía como una sombra opresora. Lo único que hizo fue llevarse las manos al rostro y percatarse, con horror, de que su nariz sangraba de nuevo. Kevin la observaba desde donde se había colocado, viendo a su pequeña esposa llorar y temblar; la sangre brotaba otra vez tras el golpe.
—Mañana mismo me voy de aquí —murmuró Leah, agarrando algo cercano para presionarlo contra la nariz.
—No quiero que te pongas eso —respondió él con desprecio—. Si fuera por mí, podrías desangrarte todo lo que quisieras y no te irías a ninguna parte. Aquí te quedas. Aquí morirás, si eso es lo que yo decido.
—Eres una bestia, ni siquiera... —intentó decir ella.
—Cállate. No te he dado autorización para hablar. A partir de este momento vas a conocer lo que es el infierno.
—Sal de mi habitación —exigió Leah, intentando contener el sangrado con su mano temblorosa. Kevin salió sin mirar atrás. Leah se dirigió al baño, se limpió como pudo y, minutos después, decidió intentar salir a buscar agua. Al acercarse a la puerta, se dio cuenta de que estaba bajo llave. Cerró los ojos y se dejó caer al suelo; las lágrimas volvieron, más profundas. Lloró desconsoladamente hasta quedarse dormida en el frío del piso.
Cuando despertó, ya había amanecido. El sol se alzaba. Notó el cuello dormido y un dolor sordo; se incorporó y tanteó la perilla: seguía cerrada con llave. Suspiró y fue hacia la cama. Allí, en el suelo, estaba el vestido. Lo miró con temor, como si tocarlo fuera a convocar otra condena. Pero estaba encerrada, así que al final tomó el vestido en sus manos.
La tela era la más fina que hubiera acariciado en su vida. Aunque pertenecía a una familia acomodada, ella nunca había gozado verdaderamente de esos privilegios: sus padres la dejaron al cuidado de una nana y rara vez la atendieron. Cuando, por fin, la llevaron a vivir con ellos, no fue por cariño: fue para obligarla a un matrimonio con Kevin Hill —o la enviarían a Francia. Un acuerdo entre familias; la boda era una unión empresarial. Kevin accedió porque las empresas Presley ofrecían la salida que necesitaban para alcanzar liderazgo.
Leah no era más que un títere: no había amor ni afecto, solo desprecio que parecía crecer cada día. La joven rompió a llorar otra vez mientras acariciaba los restos del vestido de Dulce.
—Tú sabes que yo no destruí tu vestido —susurró con el alma rota—.
El recuerdo del golpe le recorrió el cuerpo y la hizo estremecer. Se puso en pie con esfuerzo y guardó el vestido en el placard. Luego salió al balcón: la luz del sol la envolvía y, por un instante, dejó que los rayos calmaran su piel. Se apoyó en la pared y, vencida por el agotamiento, se quedó dormida.
Un paso seco la despertó. —Quiero que te levantes —la voz de Kevin hizo que un escalofrío la recorriera; su último recuerdo de él era la violencia reciente. Leah se estremeció. —¿No acabas de escuchar la orden que te di? Levántate, Leah.
—Sí —respondió ella, poniéndose en pie. Kevin no quedaba satisfecho con su actitud.
—¿Aprendiste la lección? —preguntó mientras la tomaba con fuerza del brazo; Leah supo al instante que allí quedaría una marca.
—Sí, he aprendido —respondió con voz baja. Sabía que, ante los ojos de Kevin, estaba marcada por la culpa; intentar explicarse era inútil.
—Te llevaré conmigo a la Empresa. Necesito más limpiadoras y será una buena ocupación para ti, ya que no valoras nada, ni respetas. Quiero que estés abajo en tres minutos.
Con esas palabras, Kevin salió. Leah contuvo las lágrimas; creyó que Kevin había regresado, pero la que apareció fue Verónica.
—Tú lo hiciste, dañaste el vestido de tu hermana y... —comenzó a acusarla.
—Puedes decir y acusarme de lo que quieras, pero yo soy su cuñada y preferirán mil veces creerme a mí que a una simple mujer que juega a ser su esposa —respondió Verónica con sorna.
—Algún día él sabrá la verdad —esperanzó Leah con voz quebrada.
—Si eso ocurre, ten por seguro que Kevin Hill estará profundamente enamorado de mí —replicó Verónica con seguridad—. Y a ti te tirarán como la basura que eres. Espero que te vaya muy bien limpiando en la Empresa.
Verónica se marchó entre risas contenidas, dejando a Leah sola con el sabor amargo del desprecio.