Los ojos de Leah se habían cristalizado. No tenía en mente hacer aquello de lo que su esposo la acusaba; de hecho, ni siquiera pensaba en Kevin como hombre. Todo aquello era, para ella, una simple obligación. Kevin Hill no era su interés amoroso, mucho menos intentaba ocupar el lugar de Dulce.
Sabía que debía hablar con Verónica. Leah entendía que ella era quien entraba a aquella habitación —era lógico, era la de su hermana—, pero debía decirle la verdad a Kevin, demostrar que no era ella quien cruzaba esa puerta. Sin embargo, por el momento, solo podía quedarse callada y aceptar la culpa. No tenía otra opción.
—Mañana estaré todo el día aquí, así que no salgas de tu habitación. Es una orden. No tengo el más mínimo interés en verte —espetó Kevin, saliendo de allí y dejando a Leah completamente sola.
Ni bien pasaron dos minutos desde que Leah se acomodó en el suelo, la puerta volvió a abrirse. Esta vez, quien entró fue Verónica, con una sonrisa victoriosa. Era como si el propio mal se hubiese encarnado en su cuerpo. Sus ojos, fríos y cargados de desprecio, revelaban la oscuridad que habitaba en ella. Leah tuvo el presentimiento de que no venía con buenas intenciones. Con cada paso que Verónica daba, ella retrocedía, aún sin haberse puesto de pie.
—¿Qué quieres, Verónica? —logró preguntar Leah, intentando mantener la calma, mientras la otra la observaba con burla.
—Nada más venía a verte antes de que mañana te mueras —respondió Verónica con una sonrisa venenosa.
—¿Por qué me odias tanto? Sabes muy bien que no estoy tratando de ocupar el lugar de tu hermana. Tú lo sabes, además eres tú la que entra en la habitación de Dulce.
—¿Importa? —rio con desprecio—. A mí no me importa. Tú no eres nadie, y Kevin ya lo dijo: no eres nada. Eres una simple basurita. Yo soy su cuñada, la hermana de la mujer que ama. Tú, ante mí, no eres absolutamente nada.
—¿Es el hombre que amas? ¿Vas a soportar seguir viviendo bajo la sombra del amor que él le tiene a Dulce?
Leah no comprendió cómo, pero Verónica llegó hasta ella en un segundo. Con el puño cerrado, le golpeó el rostro con tanta fuerza que la sangre brotó de inmediato de su nariz.
—Aprende a respetar, maldita bastarda —escupió antes de salir de la habitación.
Leah fue directo al baño. Se limpió el rostro con las manos temblorosas y colocó una gasa en su nariz, que aún sangraba. Luego, decidió bañarse. El agua tibia alivió un poco el ardor, pero no la tristeza. En los minutos siguientes, la sangre se detuvo, aunque el cansancio físico y mental se apoderó de ella. Era como vivir encerrada en un castillo de oro, pero sin un solo destello de felicidad.
El día transcurrió en silencio. Leah no volvió a salir. Ya era medianoche cuando, agotada, cayó profundamente dormida. Su respiración era tranquila, abrazada a un pequeño peluche. Su larga cabellera azabache se extendía sobre el colchón, y la pálida luz de la luna se filtraba por el cristal de la ventana, iluminando su rostro sereno.
Sin embargo, la puerta se abrió lentamente. Los pasos eran sigilosos, casi imperceptibles. La figura que entró se detuvo a observarla. Las facciones de esa persona se endurecieron al ver su belleza natural. En sus ojos se reflejaba un odio tan intenso como antiguo. Apretaba entre las manos una tela: un vestido negro, tan hermoso como la noche, y una tijera.
Permaneció unos segundos contemplando a Leah antes de decidirse. Con determinación y rencor, comenzó a destruir el vestido, rasgando la tela sin piedad. Luego, colocó los restos entre los brazos de Leah, haciendo que los abrazara en su sueño.
Verónica sonrió triunfante. Había escuchado la conversación entre Kevin y Leah, y no iba a perder la oportunidad de hundirla aún más. Con pasos calculados, salió de la habitación, dejando la puerta apenas entreabierta. La Casa Hill quedó sumida en una oscuridad densa y silenciosa.
Cuando el reloj marcó las cinco de la mañana, Kevin salió de su habitación. Una débil fuente de luz llamó su atención: la puerta de la habitación de Dulce estaba entreabierta. Una vena de su cuello pareció a punto de estallar. Él mismo había cerrado con llave aquella puerta.
Avanzó lentamente. Al abrirla, un golpe de dolor lo atravesó. Era como revivir el pasado, como si el alma de Dulce volviera a sangrar dentro de él. Sus manos se aferraron con fuerza a la perilla, y sus ojos azules brillaron con rabia al ver la caja del vestido abierta. Sabía perfectamente qué era aquello.
Kevin se veía feroz, aterrador. Cerró la puerta con violencia y se dirigió a la habitación de Leah. La encontró sin llave. Cuando la abrió, sus puños se tensaron. Su perfecto rostro se contrajo con furia al ver a su esposa durmiendo, abrazando aquello que le pertenecía a Dulce. El vestido estaba destrozado.
Encendió las luces, sobresaltando a Leah, quien, al moverse, se lastimó con la tijera. Su corazón comenzó a latir con fuerza. No entendía qué estaba pasando. No recordaba haber hecho nada de eso. Cuando sus ojos celestes se encontraron con los azules, percibió la furia en ellos. Era como si estuviera frente a una bestia contenida.
Leah sintió el miedo apoderarse de todo su cuerpo. Sus manos pequeñas comenzaron a sudar y temblar. Su rostro se tornó lívido. Cada paso de Kevin hacia ella hacía que su corazón golpeara más fuerte. Él se detuvo frente a su cama, y en ese instante, Leah comprendió que estaba perdida.
Era un ángel a punto de ser devorado por su demonio.