CUATRO

Pese a que el sol brillaba con fuerza, el frío calaba los huesos. Leah se aferró al tapado con ambas manos, temblando levemente. El rugido del motor del Ferrari la sacó de sus pensamientos: el auto de Kevin se detuvo frente a ella. El mayordomo ya le había informado que el señor la esperaría afuera.

Cuando Leah alzó la vista y vio el rostro de su esposo, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. El miedo le erizó la piel. Kevin la había golpeado… y, a su lado, Verónica se mantenía con esa sonrisa amarga que la perseguía incluso en sueños. Leah estuvo a punto de bajar la cabeza, pero la voz autoritaria de su marido la obligó a mirar de frente.

—Ve caminando.

Con esa orden seca, el vehículo se alejó a toda velocidad por los terrenos de la Casa Hill. Leah suspiró, aliviada por unos instantes. Estar lejos de Kevin y de Verónica era lo único que le permitía respirar sin que el aire le pesara. Caminó por el sendero mientras los guardias, que custodiaban la propiedad, la observaban con lástima. Sabían lo que pasaba allí dentro: las humillaciones, los maltratos, el desprecio disfrazado de formalidad. Pero nadie se atrevía a intervenir. Verónica, amparada por el título de “hermana de la difunta esposa de Kevin”, gozaba de privilegios que nadie osaba cuestionar.

Leah siguió caminando. El movimiento fue disipando el frío, aunque el temblor del miedo permanecía. Pasaron unos veinticinco minutos cuando, nuevamente, el Ferrari apareció a lo lejos. El sonido del motor aceleró sus latidos. Kevin se acercaba.

El coche se detuvo justo a su lado. A través del vidrio, Leah distinguió su rostro: un rostro de belleza impecable y sin embargo, cruel. Los lentes oscuros ocultaban el azul de sus ojos, pero ella lo recordaba demasiado bien: ese azul helado que podía destruirla con una mirada. Por un instante, quedó hipnotizada. Kevin Hill tenía un encanto oscuro, uno que mezclaba elegancia y peligro.

—Sube.

Leah lo miró, desconcertada. ¿La estaba invitando a subir a su auto? Durante todos esos meses de matrimonio jamás había ocurrido. Su instinto le gritaba que no pertenecía allí. Ella era la esposa invisible, la carga que nadie debía ver. Y ahora… ¿por qué él querría tenerla cerca?

—Te estoy diciendo que subas, ¿o eres sorda? ¡Maldita sea, Leah!

Su voz retumbó en el aire. Leah tragó saliva, rodeó el coche con pasos vacilantes y subió. Apenas la puerta se cerró, el silencio se volvió denso, casi insoportable. Podía sentir la tensión entre ambos, tan cortante que le faltaba el aire. Kevin, con el ceño fruncido, mantenía las manos firmes sobre el volante, la mirada fija al frente.

El paisaje pasó veloz ante los ojos celestes de Leah. No estaban lejos de la empresa; lo sabía. Veinte minutos después, el vehículo se detuvo en el estacionamiento privado de Hill Enterprise. Kevin salió primero, imponente. Traje oscuro, porte de autoridad, cada paso suyo imponía respeto. Era la imagen perfecta del poder… y del hombre que más la aterraba.

Caminaron hasta el ascensor. Leah dudó si debía entrar con él o esperar.

—¿Por qué eres tan retrasada? —gruñó él, y su voz fue un látigo que la hizo estremecer. Entró sin vacilar, con la cabeza baja.

El ascensor se detuvo en el último piso: el área presidencial. Vacía, silenciosa, con una puerta destacando entre todas, grabada en letras doradas: CEO – KEVIN HILL.

Leah siguió a su esposo hasta el interior. La oficina la dejó sin aliento. Era enorme, elegante, lujosa… más parecida a una residencia que a un espacio de trabajo. Todo en ese lugar hablaba de poder.

—Vas a encargarte de limpiar esta área: mi oficina, la sala de juntas y las dos oficinas que están sin uso —ordenó Kevin sin mirarla—. Después de eso, consideraré si mereces otras tareas. Nadie debe saber que eres mi esposa. Nadie. Conoces perfectamente las reglas. Nadie debe enterarse de la cláusula que me dio el liderazgo absoluto. Aquí eres una empleada más, una simple limpiadora. Y esto —sus ojos se alzaron, fríos como el acero—, es tu castigo. ¿Estamos claros?

Leah asintió en silencio. Su voz temblaría si intentaba responder.

—¿Estamos claros? —repitió Kevin con un rugido que le heló la sangre.

—Sí, señor Hill —murmuró ella, agachando la cabeza.

—Sal de mi oficina. Busca el área de limpieza por tu cuenta.

Leah giró lentamente. Sentía el cuerpo entumecido, como si cada paso fuera sostenido por hilos invisibles. Cuando la puerta se cerró tras ella, soltó el aire que había estado conteniendo. Su pecho dolía. El corazón le palpitaba tan fuerte que creía que Kevin podría oírlo incluso desde adentro.

Abrió una puerta al azar y se encontró con un joven y una chica que la miraron, confundidos. Era lógico: ¿quién salía de la oficina del CEO con ese aspecto temeroso?

—No se asusten —intentó decir con voz temblorosa—. Soy la limpiadora del área presidencial. El señor Hill me estaba dando las últimas indicaciones. ¿Podrían decirme dónde encuentro los materiales de limpieza?

—Claro —respondió la chica con una sonrisa amable—. ¿Cómo te llamas?

Leah se quedó en silencio unos segundos.

—Ella es Coral Miers —interrumpió el joven—. Este es su identificador.

Leah parpadeó. No sabía que debía usar un nombre falso, pero asintió sin preguntar. Poco después, ya vestía el uniforme gris de limpieza.

—Yo soy Mariell, secretaria del señor Hill. Él es Arturo, su asistente privado —explicó la joven con amabilidad.

—Un gusto, Mariell —respondió Leah, intentando sonreír.

No pasó mucho tiempo antes de que los murmullos llenaran el pasillo. Leah y Mariell salieron para ver qué sucedía, y lo primero que vieron fueron dos hombres frente a frente, mirándose con una tensión cortante. Leah reconoció de inmediato a uno de ellos: Henry Morgan. Y frente a él, su esposo, Kevin Hill.

El aire se volvió denso, como si algo estuviera a punto de estallar. Leah lo sintió: una guerra silenciosa acababa de comenzar.

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